México tiene que completar la transición tomando en cuenta su historia y sus necesidades nacionales. Es un espejismo pensar que la construcción de un Estado democrático (pues de eso se trata) seguirá el curso (paradigmático) que tuvo en otras latitudes. Aquí, por las razones que se quiera, para bien o para mal, no se dieron ni una ``ruptura'' ni tampoco un cambio pactado entre las principales fuerzas políticas de la nación, aunque el trayecto haya sido en ocasiones bastante doloroso y accidentado.
Ese es, justamente, el rasgo que define a la transición mexicana y explica en buena medida sus peligros siempre presentes, los cuales no deberían hacernos insensibles ante los avances notorios logrados durante todos éstos. Pero esa vía ya agotó sus posibilidades.
El empantanamiento actual en las discusiones de fondo respecto a los temas de actualidad ya ha demostrado que por ese camino -la improvisación, el choque de trenes y la negociación de última hora- se puede anular el debate que desde hace tiempo está pendiente en la sociedad mexicana. ¿Cómo y con qué sustituir las viejas instituciones del Estado presidencialista? Para responder a esta pregunta es preciso reconocer positivamente que la creación de una nueva institucionalidad tiene que ver claramente con la distinción entre Estado y gobierno, que muchas veces se confunden.
Si la transición se concibe única y exclusivamente como la salida del poder del grupo gobernante, sin avanzar en serio hacia una verdadera reforma del Estado, es evidente que el país se colocará ante el riesgo grave de que el proceso democrático se revierta o degenere en una restauración bajo nuevas señas de identidad. Aunque formalmente se reconoce la importancia de avanzar en la discusión de esos temas pendientes (hay compromisos entre los protagonistas), ésta no se da con la energía que podría esperarse de los partidos. Lamentablemente, como bien señala Arnaldo Córdova, a éstos no les interesa avanzar en dicha reforma del Estado. Ellos esperan al 2000.
Sin embargo, ya no es posible pensar en un futuro con gobernabilidad sin normas, reglas claras e instituciones democráticas que funcionen más allá de los compromisos entre partidos y los resultados electorales: el país está urgido de un nuevo pacto social. Eso es lo que falta y, por desgracia, a nadie parece preocuparle demasiado.
Para dar un paso en firme hacia adelante se requiere que la aceptación plena de la alternancia se complemente con la reforma del régimen político, cuya primera tarea consiste en darle existencia plena a los planteamientos republicanos ya contenidos en la Constitución: separación de poderes, federalismo, municipalismo, libertades públicas, y luego un largo etcetéra que no debería situar en un segundo plano la injusticia social que, sin duda, constituye la fuente más segura de conflicto e ingobernabilidad.
Por lo visto, empero, la reforma tendrá que esperar una vez más. No se ve por ninguna parte voluntad de sentarse a la mesa para definir, al menos, una agenda atendible a corto plazo. Todo lo contrario: la apuesta es de nuevo a estirar la cuerda para ver de qué lado revienta.
¿Deberíamos recordarles a los partidos que la transición democrática no es solamente la reforma electoral ni tampoco la sustitución de unos gobernantes por otros?