Ocurre muchas veces que se esté de acuerdo con los contenidos de un texto cuya escenificación no satisfaga como teatro. Este sería el caso de La Malinche, de Víctor Hugo Rascón Banda, en el muy debatido montaje de Johann Kresnik. Fuera de la reivindicación que el dramaturgo intenta del personaje, que la muestra como una hábil mujer que procura conciliar a españoles y nativos mintiendo a unos y a otros en su calidad de intérprete, lo que sería una mirada moderna a nuestro mestizaje (que no queda muy claro en el contexto total de la obra), en lo personal -y creo que es el sentir de muchos- no puedo menos que estar de acuerdo en la evidente simpatía que se tiene hacia el zapatismo y las diatribas contra el neoliberalismo y el TLC. Todo ello ``políticamente correcto'' como dirían los agringados. Por momentos el texto resulta reiterativo y un tanto panfletario, probablemente porque Rascón Banda escribió una serie de escenas con la idea de que Kresnik eligiera, y el director vertió todas.
El problema es el modo como las vertió. El espíritu lúdico es tradición de nuestro teatro político (que le ha dado óptimos resultados a Héctor Ortega, entre otros), los frívolos excesos de este montaje dan al traste con toda intención reivindicatoria. Es verdad que Kresnik trata con respeto a los indios, pero se mofa de Cuauhtémoc, con lo que el contrapunto queda roto. Hubiera sido deseable que todo el montaje tuviera el balance de algunas escenas, como la de la entrevista a Vasco de Quiroga, o el encuentro entre Cuauhtémoc y Marcos que terminan por dar la visión de los vencidos.
Hay en la puesta otros momentos visualmente muy interesantes, pero la abundancia de sinsentidos hace que se pierda toda intención crítica. Un loco babeante en camisa de fuerza discurriendo contra el TLC no permite que nos sumemos a su discurso. La Malinche y la psiquiatra en escena lésbica desvirtúan el sentido de lo que se dice. Y se podrían añadir muchos etcéteras, entre ellos la grotesca presentación del presidente Zedillo (que debe haber quitado el sueño a las autoridades culturales) que confunde porque elimina lo que de autoritario y amenazante tienen los acuerdos de San Andrés.
Lo peor de todo es que esta puesta en escena se siente vieja. Dar todas las escenas a contrapelo del texto termina por aburrir, no sorprende. El exceso de escenas sexuales ya no resulta productivo (si es que un desnudo o una escena sexual pueden provocar en esta época) sino más bien infantiloide. Es verdad que muchos jóvenes ven con interés ese tipo de teatro casi extinto que los mayores presenciamos hasta la saciedad y que resulta de lo más sano que un montaje -que por otra parte tiene momentos muy bellos y logrados- sacuda un poco, sea discutido, atraiga de nuevo al público (que por cierto afluye bastante a las escenificaciones de la Compañía Nacional de Teatro). A lo mejor, entre la discusión teatral se cuele la discusión política; pienso que el teatro que habla de nuestra realidad está siendo muy necesario, como lo demuestra el cerrado aplauso que responde al corrido de la matanza de Acteal. Pero también pienso que las escenificaciones de este tipo deben ser encaradas con algo más que una serie de gags deshilvanados. La visión eurocentrista del director -que se advierte sobre todo en esa madame Butterfly que para él es más referente que nuestra Malinche- resulta menos molesta que la incongruencia total de su espectáculo.
En el mismo sentido está alguna escena de la Fábula de la mantarraya quinceañera de Hugo Argüelles. Mientras yo escribía el prólogo de Las protagonistas veracruzanas, del autor, éste redactaba su texto que tuve tardíamente. Entonces me interesó más que otra cosa bucear en las constantes del autor y muchos momentos que me disgustaban fueron obviados por mí en aras de la congruencia de dicho prólogo, pero ahora, al ver la escenificación poco feliz de Carlos Haro, esos momentos me resultan agrandados y francamente molestos.
En su momento -vísperas de elecciones de 1994, insurrección zapatista- me preció que la escena política de las sórdidas vecinas al atacar al sistema era una muestra de la doble moral de su clase. Incluso -recordemos los estúpidos excesos de muchas mujeres que convertían a Marcos en símbolo erótico- la conversión del muñeco inflable en el sup cabía dentro de esa lectura. Después de cuatro años y ya en escena, el momento se convierte en algo intolerable. El texto de Argüelles requiere actualización y una revisada para que pueda ser esa especie de aquelarre kitsch que es parte de la propuesta del dramaturgo y que aquí se pierde también por la escenografía de Arturo Nava que poco se aviene con el texto.
Mucho me temo que tampoco las provocaciones argüellanas logren ya su propósito. Yo espero que el talentoso dramaturgo dé otra vuelta a su quehacer -como ha hecho tantas veces- y nos depare otra buena sorpresa.