Conforme se acerca el momento en el que habrá de proponerse y aprobarse el presupuesto federal del año próximo, se hacen más patentes las grietas, las inconsistencias y las contradicciones de la política económica vigente.
No es fácil, por ejemplo, entender cómo se concilia la determinación expresada ayer por el presidente Ernesto Zedillo de mantener a toda costa la disciplina fiscal y las finanzas públicas sanas, con el empeño gubernamental por transferir, a esas mismas finanzas, al menos dos terceras partes de los pasivos generados por la operación de rescate de los bancos privados.
Por otra parte, en la reducción sustancial de los ``subsidios indiscriminados'', anunciada también ayer por el subsecretario de Hacienda, Martín Werner, se dibuja un país muy poco parecido a México, en el cual la población necesitada de subsidios se conforma en ``núcleos'' y en sectores localizados. Pero difícilmente se le puede denominar ``núcleo'' al 85 de la población infantil rural, la cual, según cifras de la propia Secretaría de Hacienda, padece algún grado de desnutrición y que tendría, por ello, que recibir asistencia directa del Estado.
La pobreza crónica y los procesos de empobrecimiento no son, por desgracia, asuntos coyunturales y aislados, sino fenómenos estructurales y generalizados que afectan a la gran mayoría de la población, y que han sido propiciados por la política económica esbozada en el sexenio antepasado, puesta en práctica en el pasado y continuada en el actual. El propósito de fortalecer los criterios selectivos para los subsidios resulta un despropósito en un contexto de pobreza generalizada. En el México contemporáneo, la carencia es norma, en tanto que el ingreso remunerador y suficiente tiende a ser excepción.
En este escenario económico, adicionalmente lesionado por las turbulencias financieras mundiales y los sucesivos recortes presupuestales con todo y su cauda de efectos recesivos, las autoridades hacendarias no encuentran más salida que elevar los impuestos o establecer nuevos gravámenes --a los alimentos y las medicinas, por ejemplo--, valga decir, reducir aún más el poder adquisitivo de los salarios e ingresos en general, y contraer y deprimir el mercado interno.
A ojos de quienes, desde 1976 o desde 1982 han vivido en la zozobra de una recuperación económica que se promete siempre y que no se concreta nunca, las propuestas gubernamentales mencionadas pueden resumirse en un Estado que se reduce por consigna, que da cada vez menos servicios y subsidios y que, sin embargo, cobra cada vez más impuestos y tarifas. Cabe preguntarse qué margen queda, en tales circunstancias, para celebrar los pretendidos éxitos de la política económica.