La Jornada miércoles 4 de noviembre de 1998

Arnoldo Kraus
La esperanza se llama Pinochet

Abrir el periódico es un horror. Pero de nada sirve no abrirlo: el mundo sigue ahí.

Divido el horror, mi pavor, en dos. El primero engloba los accidentes, sean por conductas inesperadas de la naturaleza o por errores relacionados con la actividad humana. El segundo comprende las cicatrices emanadas de la voluntad humana.

Ante la madre naturaleza o frente a los errores involuntarios de nuestra especie nada o poco podemos hacer. En los últimos días observamos cómo los vientos -Mitch- arrasaron y mataron a los más pobres. En otro continente, en Suecia, los diarios nos informan que el fuego calcinó a casi 70 personas, la mayoría inmigrantes pobres. En lo que va del año, 340 migrantes mexicanos han muerto en Estados Unidos; el responsable es el gobierno de México, por expulsarlos de su tierra, pero, en la gran mayoría de los casos, la inhóspita naturaleza ha sido la ejecutora. Y así sucesivamente; ni es posible inculpar a la naturaleza ni será factible evitar errores humanos. Aceptar el destino y someterse a la no predecible vida es también parte de nuestra condición.

En cambio, los terrores surgidos en la mente humana requieren otra lectura. Aun cuando no puedo asegurarlo, considero que después del nazismo, la mayoría de los grandes pensadores ven al mundo con desesperanza y a nuestra especie con desasosiego. Sobre todo, en los albores del próximo milenio, pues la idea de que las matanzas contra armenios o el holocausto hubieran modificado la conducta humana, se ha esfumado. Ahí están Ruanda, Sarajevo y Kosovo. Fosas comunes también han cavado chipriotas, kurdos, y Acteal se encargó de enclavarnos en ese triste grupo. Hemos sabido de Papa Doc, de Saddam Hussein y de los asesinatos en Camboya contra quienes usaban gafas o habían cursado la Universidad. Duele afirmarlo, pero poco se ha hecho a favor de los primeros, y casi nada en contra de los últimos.

En nuestro continente, los militares argentinos y sus similares salvadoreños y guatemaltecos desaparecieron a incontables latinoamericanos. Algunos criminales autorizados fueron asesinados posteriormente y otros viven escondidos o confinados en sus tierras. Se dice que algunos nazis, sobre todo en Argentina y Chile -¿coincidencia o destino?- viven ahí, agazapados y protegidos.

El común denominar de los horrores humanos cuando el blanco es alguna idea o grupo es la intolerancia. El símil entre una masacre y otra es la falta de castigo. La historia de todos aquellos asesinos que consideraron suyo el derecho de matar o ``desaparecer'', y suya la vida de ``los otros'', es la impunidad, ese nuevo capítulo y mal de nuestros días. Es evidente que el remedio que pretendió la Organización de las Naciones Unidas con el Año de la Tolerancia -¿fue en 1996?- es similar a las primeras masturbaciones de cualquier adolescente.

Las muertes por decreto, capricho, o costumbre siguen siendo historia cotidiana. En cambio, no es cotidiana la oportunidad de vindicar ``un poco'' la imagen del ser humano. Baltasar Garzón y España merecen admiración y respeto. Algo similar a un Nobel de la ética sería bienvenido. Si los grandes pensadores de nuestros tiempos concurriesen con la idea que tienen los franceses acerca de un intelectual -escritor o pensador con fuerte compromiso por la política-, su acción en apoyo a la idea moralizadora del ser humano sería laudable. Fuentes, Eco, Gavras y otros líderes de opinión, han expresado su apoyo a la iniciativa de Garzón. Un manifiesto que agrupase a los pensadores más destacados, mitigaría un poco el dolor de los familiares asesinados por el grupo Pinochet; también restauraría un tanto la creencia en la humanidad de quienes perdieron a sus seres queridos bajo el peor de los certificados de defunción: desaparecido.

Pinochet y sus huestes nunca han des-aparecido. Ni en las conciencias de los miles de los familiares de los muertos ni de las páginas incompletas de nuestra historia. Mientras la justicia siga siendo yerma y las bandas asesinas permanezcan libres, el dolor de la historia no permitirá escribir el capítulo final.

No son las carnes de Pinochet lo que más importa. El es tan sólo uno de los asesinos. El halago y júbilo mundial serían mayores si el resto de los inmunizados por el gobierno chileno actual pudiesen comparecer, lo cual, lamentablemente, no sucederá. La inmunidad es un fenómeno biológico que nada tiene que ver con los asesinos. No es posible proteger ``de por vida'' a quien mató. No hay lógica que sostenga la criminalidad como parte del poder. Los anticuerpos generados por Pinochet en millones de ciudadanos del mundo --creo no exagerar-- no reconocen fronteras ni respetan al huésped. No en balde ocho países desean juzgarlo o extraditarlo, ¿Cuántos asesinos de la humanidad han sido capturados?

Ningún muerto revivirá y 900 desaparecidos son demasiados como para que Augusto recuerde qué hizo con ellos. Lo que quizá se lograría con su juicio, es restañar la tan desgastada esperanza en la condición humana.