Dicen que en el fondo de la Tierra se ve el rostro de Dios, y que Él acudirá a sacar a los muertos de su envoltorio de huesos y carne para llevar al Cielo su mejor parte. Que dejarán el cajón con el que empezaban a encariñarse y serán transportados a un ambiente luminoso y aséptico, y que allí encontrarán la vida eterna, que se codearán con San Francisco de Asís, con la madre Teresa y con el Che Guevara, y que habrán de ser por siempre felices, elegidos y bienaventurados, en el seno del Padre. Por desgracia, los elementos de juicio hasta ahora disponibles no ofrecen ningún asidero para pensar en la resurrección como una posibilidad viable. El mundo que conocemos no da permiso para resucitar o reencarnar. Todo es más simple. Ha dado, en cambio, el camino de la floración incesante. Los niños muertos en las guerras y en los callejones oscuros, los amantes asesinados en plena desnudez, quienes murieron de soledad y de abandono, los borrachos sublimes que confunden a San Pedro con Baco, las viejitas que llegan aferrando su monedero y hasta los hijos de puta que mueren de rabia y frustración por no haber podido destruir la felicidad ajena, todos, todas, germinan y encuentran su camino de regreso a la superficie -como las burbujas que ascienden desde el fondo de un vaso de Coca Cola- con la fuerza de la savia y de sus moléculas esenciales. Todos los días del año se respira y se come átomos de nuestros muertos e incluso de difuntos con los que no tenemos nada que ver. El planeta -o quien tú gustes- ha dispuesto que los humanos vivan y mueran inmersos en ese ciclo de canibalismo salutífero. He visto trazas de Luis de Carvajal en unas cebollas del mercado, en una guanábana sentí el sabor desdibujado de Teresita Bustos, he percibido el sudor polvoriento del cuerpo de Zapata en un pétalo de cempasúchil.
Qué sería de nosotros si a algún torpe burócrata se le ocurriera suspender las actividades de los hornos crematorios en un día de doble no circula. Hemos demostrado de manera fehaciente nuestra capacidad para sobreponernos al plomo, a las partículas suspendidas y otras variedades de imecas, pero que no nos quiten del aire ese componente de prójimo, y que no impidan a nuestros pulmones compartir los suspiros finales de los cuerpos que se van, porque sin ellos la atmósfera se volvería de veras irrespirable y moriríamos como moscas, y el último en abandonar el mundo no se daría abasto para enterrar o incinerar a todos los que van adelante de la cola. Sin la presencia de la muerte, la vida sería intolerable.
Y qué sería de la muerte si no estuviera irremediablemente contaminada de vida. En días recientes ha terminado por admitirse la paradoja de que en los cementerios hay problemas de sobrepoblación y que la parte que conocemos del Más Allá -es decir, los multifamiliares postreros- padece, como cualquier otro sector del país, los problemas derivados de la explosión demográfica, la cual, como se sabe, tiene su origen en un desbalance entre los nacimientos y las muertes. O sea que en las nuevas generaciones de difuntos está creciendo la esperanza media de muerte, es decir, el periodo de la muerte que pasan entre nosotros, presentes y recordados, antes de transitar a una nada definitiva y ausente de nombre y de memoria en la que, de todos modos, los restos de sus restos andarán por ahí, convertidos en tierra, en lechuga, en nube, en yacimiento petrolero, y en la que seguirán inspirándonos una piedad y una ternura anónimas.
Por eso la ofrenda de ayer es una casa abierta para todos los que quieran abrevar en ella, a condición de que estén muertos. No puedo imaginarme una forma más atroz de discriminación, una violación más severa de los derechos humanos, que excluir deliberadamente a un difunto de un altar, de una misa o de una recordación con flores. Toda pobre molécula perdida que haya participado alguna vez en la generación de pensamiento es merecedora de gratitud y afecto, aunque sea una vez al año.
Ahora están secándose los cempasúchiles y los restos de los restos que participaron en esa floración se preparan para volver a su muerte cotidiana, a germinar en especies menos ceremoniales y simbólicas, a ser respirados y comidos, a seguir muriendo entre nosotros. Hacen bien. En las entrañas de la gente hace mucho menos frío que en el Cielo.