La Jornada 2 de noviembre de 1998

La Banda de Tlayacapan, más de un siglo de ponerle sonido al tiempo

Adriana Malvido, enviada, Tlayacapan, Mor. Ť Enclavado en la sierra del Tepozteco, existe un lugar donde el hombre no ha perdido la capacidad de escuchar a la montaña; el tiempo tiene sonido, las personas saben cantarle a la lluvia y llorarle a la muerte, la memoria histórica se viste de vida cotidiana y la palabra comunidad sigue vigente: es Tlayacapan. Y aquí, desde hace más de un siglo, nació de la tierra un grupo de hombres y mujeres con el don de respirar el aire fresco para devolverlo en forma de aliento musical, llevan el apellido Santa María y forman la Banda de Tlayacapan.

Más de cien años tiene la banda de música de viento Brígido Santa María, desde que la fundó don Vidal Santa María, en 1870. Luego, la batuta pasó a Cristino, su hijo, quien se unió a la lucha revolucionaria zapatista con todo y banda y fue nombrado teniente coronel. Dicen que con una mano echaba bala y con otra tocaba música para aliviar los sufrimientos de la guerra. Su hijo Brígido heredó la dirección y le dio enorme impulso a partir de su extraordinaria capacidad para tocar instrumentos y porque recorría a pie, como músico errante, el norte de Morelos formando bandas y orquestas.

Brígido instruyó a sus hijos y sobrinos y así, de generación en generación, la banda actual no sólo integra a 40 músicos de apellido Santa María, sino un repertorio tan amplio que abarca desde piezas de gran antigüedad que la tradición oral ha conservado en la memoria, y otras escritas, como aquella partitura realizada con técnica de puntillo y fechada en 1903, así como sones, jarabes, danzones, boleros, pasodobles, fandangos y valses, hasta oberturas de Rossini y Beethoven, o piezas de los Beatles. Y por supuesto, la música de las danzas, los cánticos y alabanzas de fe que tienen lugar en las procesiones y rezos ceremoniales.

Tocar como la última y la primera vez

Carlos Santa María, su actual director, el mayor de los seis hijos de Brígido, resume: ``cada vez que tocamos lo hacemos como si fuera la última, y al mismo tiempo la primera. Y así nos vamos con el tiempo''.

``Nací en la muerte de luna el 4 de noviembre de 1945. La partera decía `éste no se logra', mi padre ya había perdido un hijo, así que salió al campo a rezar. Pasaron siete días, pasaron siete meses. Y me logré, así que me quería mucho; él me enseñó desde chico con la tarola, el saxor, la trompeta; ahora yo les enseño a mis hijos y nietos el trombón, el saxofón, el clarinete, el corno, la flauta o la tuba.

``Cuando murió mi padre me tocó suplirlo, siento que aún no sé lo que él; solito se enseñó con sus instrumentos y sus libros. Las personas del pueblo chiflan todavía sus piezas así que para que sigan gustando tengo que seguir tocándolas. El no se dio tiempo de escribir, pero yo memoricé muchas de las piezas que oía, cierro los ojos y las escucho como entre sueños y llevo tres años escribiéndolas. Hay música que nos dejaron, de 1800, tiene carga grande de sentimiento, de emoción. Es tanto lo que hay que poner por escrito, y además el tiempo que se necesita para enseñar, que hace tres años en lugar de sembrar en el campo, decidí sembrar aquí. Vendí todo para comprar instrumentos. Para mí, el trabajo del campo es una bendición y el de la música, sagrado.''

Junto con la tradición alfarera, la cerería, las mayordomías, las molenderas, los coheteros, las pastorcitas, los toreros y las 52 fiestas anuales relacionadas con el ciclo agrícola, sin las bandas no se explicaría la vida comunitaria en Tlayacapan.

No hay cortejo fúnebre, procesión, celebración religiosa, carnaval o jaripeo en los que no esté presente la Banda de Tlayacapan. Sus músicos reconocen raíces en los rituales prehispánicos de adoración. Con la Conquista, los 26 centros ceremoniales del pueblo se convirtieron en capillas coloniales, expresión del fuerte sincretismo religioso que perdura en una comunidad donde no existe la palabra olvido. Y en los atrios de aquellas capillas, en las plazas o en las montañas se escucha a la banda.

En el atrio del ex convento de San Juan Bautista, monumento del siglo XVI que hoy resguardan celosa y amorosamente un grupo de mujeres de la comunidad, Cornelio Santa María, hermano de Carlos, habla del contexto en el que surge y se da la vida de la banda. Señala las montañas que los rodean como el majestuoso cerro de las Mariposas, el Tonantzin, el cerro de los Gatos Muertos, el Tlatoani... estira su mano hacia la famosa Cerería, hoy convertida en casa de la cultura; se refiere a la tradición alfarera y la relación que tiene con los procesos culturales de la comunidad, a la organización en mayordomías; desfilan por su boca cada una de las fiestas y ceremonias que acontecen alrededor de las capillas todo el año y que si bien son ritos de adoración a las imágenes de los patronos, continúan relacionados con el ciclo agrícola, del que vive 80 por ciento de la población.

La banda es parte de esa vida comunitaria en la que todo está conectado. Dice Cornelio: ``ser músico de la banda es ser guardián de la tradición, es ser semilla que se siembra y encierra la continuidad. Ser músico es más que tener los instrumentos en la boca, es más que tocar al ritmo que te indiquen. Mediante la música manifestamos nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestras alegrías, nuestras tristezas, nuestra imaginación. Ser músico es un compromiso con otros músicos y con la comunidad, porque la música es un elemento que une e integra''.

Respetar a la madre tierra

Su música está íntimanente relacionada con los rituales comunitarios. Aunque también, cuenta, las bandas militares durante la invasión francesa dejaron mucha influencia. Reflexiona Cornelio: ``somos producto de nuestra historia, a los antropólogos les voy aprendiendo cosas. Ellos estudian el fenómeno, lo analizan y lo asumen como propio. Nosotros lo traemos en nuestra memoria, en nuestra vivencia, y lo expresamos con la música. Somos testimonio viviente de ese pasado histórico que llamamos tradición y que conservamos porque tiene un significado en nuestras vidas''.

No ha sido fácil la permanencia. La banda ha tenido que resistir la muerte de sus padres, la llegada de la radio y la televisión con expresiones culturales de moda como las tecnobandas, el caballito o la quebradita. Ante eso, se asumen como defensores del concepto original de la banda con la responsabilidad de transmitir sus conocimientos a los niños.

No sólo se trata de conocimientos musicales. Al caer la tarde en Tlayacapan, la luz del sol se oculta por las montañas para introducirse en el taller de la banda donde se ensaya todos los días.

Tradicionalmente, comenta Cornelio, las bandas están integradas por campesinos que combinan la agricultura con el arte de hacer música. La diferencia, dice, está en la mística. Y es que la filosofía que hay detrás de la Banda de Tlayacapan ha sido su factor de permanencia. ``Hay un profundo amor a lo que hacemos, toda una filosofía, un respeto a la madre tierra como dadora de vida. La naturaleza nos nutre, nos fortalece, nos obliga a continuar. La música es al hombre como las ramas al árbol y ambos enraizan a la madre tierra. Sin música no podríamos vivir, no existiría el hombre, está en la esencia humana. Y no importa el origen de la música, ni los nacionalismos, es un arte universal, un enlace entre los hombres, de ahí nuestro profundo compromiso con la tradición''.

Mientras entran los músicos al ensayo, se aprecia el programa de trabajo en una pizarra: melodía, dinámica, acústica, armonía, solfeo, teoría de la música. Y en otra parte del mismo soporte: moral, vida cotidiana, religiones, cultura universal, ecología. Y actividades como caminatas y excursiones ``para que los niños huelan y sientan los olores de la montaña''.

Les interesa la preparación académica y les preocupa que los jóvenes cursen una carrera, de ahí que todos los integrantes de la banda sean estudiantes y entre los hermanos de Cornelio -un ``campesino con título de agrónomo''- haya un doctor, un abogado y un veterinario.

Se inicia el ensayo y entonces es posible escuchar el canto del viento y ver cómo los músicos convierten su corazón en instrumento, desde los mayores hasta los más pequeños. Cuando se pregunta la edad del menor de los integrantes, uno de los músicos responde que éste no ha nacido, pero ``ya está escuchando la música en el vientre de su madre''.

Periplo por la historia

Los hermanos Santa María: Carlos, Erasmo, Artemio, Tomás, Martín y Cornelio se entremezclan con sus hijos, sus sobrinos y sus nietos durante el ensayo. Ahí les transmiten lo que heredaron de sus abuelos y bisabuelos. Las piezas que tocan son las mismas de hace 100 años para que, como dice Cornelio, emprendan un viaje por la historia en una lancha que se llama música. Mientras otros pequeños juegan, los niños y niñas de la banda le regalan a la tarde su música. Ahí, dicen los músicos, va todo lo que respiran, todo lo que tienen y un montón de sueños, entre ellos, que les otorguen becas para estudiar y se les apoye para abrir una escuela de formación musical. Los más jóvenes comentan que lo que más les gusta es la alegría de las personas que los escuchan y ver cómo ``bailan como pollos'' la danza de los Chinelos, que nació en la región y que es un clásico de la banda.

Con el tiempo, de Tlayacapan la banda saltó a otros estados, a museos, universidades, encuentros, congresos y cursos en todo el país. Viajaron a Cuba hace dos años y recientemente efectuaron una gira por Estados Unidos; tocaron en Orlando y Miami (Florida), Laredo (Texas) y en la mismísima NASA. En diciembre irán a Guatemala. Su música ha sido interpretada por la Orquesta Sinfónica Nacional, pero hay una diferencia, aclara Erasmo: ``y es que cuando la sinfónica toca la música fúnebre no va llorando detrás del muerto como nosotros''.

Antes, contaban con el único recurso de la tradición oral. Hoy está en proceso la formación de una videoteca y su música está contenida en ocho discos grabados desde 1960 a la fecha. Por el primero de ellos, realizado para la SEP, don Brígido pidió que en lugar de dinero les dieran mobiliario para la escuela primaria del pueblo. Recientemente grabaron sus dos primeros discos compactos, el primero con Spartacus en su nueva línea Agave Music, y el segundo que apareció hace dos meses, con Pentagrama. En la película Zapata, de Alfonso Arau, que se filmará en Morelos, se incluirán dos piezas de la banda.

Y ahí van, cargados de historia y dignidad, poniéndole sonido al tiempo y música al viento.