Termina la cuenta larga de los días. Huitzilopochtli nos abandona dejándonos en la obscuridad y la tristeza; son los años infaustos. Los mexicanos, con gran griterío, arrancándonos los pelos y sangrándonos por las calzadas, acudimos llorosos y desconsolados al rezago de Tonantzin. Con grandes demostraciones y sacrificios le suplicamos, le imploramos que sea ella quien hoy nos guíe y proteja.
Abandonados a nuestra suerte por el brutal y autoritario varón padre-Estado, corremos temblorosos en busca del consuelo de la hembra-madre en su advocación moderna: la ``sociedad civil''.
El tiempo, circular entre nosotros, nos devuelve cruel y riguroso al manantial perenne de las neurosis patrias.
Todo estaría muy bien, si eso sólo fueran nuestros bellos mitos, historias y leyendas que los libros de texto, pensadores y poetas labran en nuestras conciencias para mayor brillo y esplendor de nuestras fiestas.
Pero no. Lo jodido de todo eso es que no son cuentos, sino el resultado deliberado de crueles estrategias.
En un patético festín de confusión y desvergüenza se invoca a la sociedad civil desde cualquier perspectiva ideológica. Hoy es la gran panacea.
El gobierno y sus apéndices inducen y estimulan a que la sociedad civil asuma las responsabilidades que van abandonado y la incitan a amancebarse con los empresarios, bajo el principio de: ¡sálvese quien pueda!
La derecha invoca y presume agresiva a la sociedad civil, en el recuerdo glorioso del triunfo de las cacerolas.
La Iglesia, en medio de la sorda y centenaria lucha entre las curias vaticana y mexicana, cree que la sociedad civil florece en la bastilla de sus sotanas.
La izquierda, ayuna de ideas y proyectos, está convencida de que merece ubicarse, con gran pancarta, a la cabeza de la marcha de la sociedad civil mexicana.
Nuestros notables aceptan gustosos ser fiadores en cualquier presentación, negociación o manifiesto producido por la sociedad civil.
Los medios, separados del presupuesto, que no de las concesiones, se vuelven autosustentables mediante la perversa explotación del rumor y la tragedia, y quisieran convencer de que son los fieles voceros y trompetas de la sociedad civil.
La sociedad civil es una de las maravillas de la neodemocracia neoliberal: cualquiera puede invocarla. Si se reúnen más de dos personas, ya pueden hablar en su nombre y signar documentos.
Sin duda, es el más confortable modelo de participación social, bajo en calorías, inventado por el género humano; no obliga a nada, no compromete a nada, no tiene jefes, nadie nos puede expulsar; no tiene principios ni estatutos ni ideología, no puede equivocarse...
Entre nosotros mereció ermita y rezo, cuando paró -o creímos que paró- la guerra de los indios.
Ante la exasperante impotencia de los partidos políticos, del Poder Legislativo, del Poder Judicial, de las jerarquías eclesiásticas y de los sindicatos para asumir con responsabilidad y sin titubeos la causa de los pueblos indios y obligar al gobierno mexicano a una negociación digna y justa, los pueblos indios no han tenido más remedio que echar mano de la etérea sociedad civil como su única aliada.
¡Valiente aliada! que ha sido testigo impotente de las masacres -impunes todavía- de Acteal y de Chabajeval, que es incapaz de obligar a que se desarme y enjuicie a los llamados paramilitares, que no puede conseguir un digno retiro del Ejército Mexicano, que no puede impedir la injusta expulsión de solidarios extranjeros, que ni siquiera tiene la fuerza para obligar a que se despida al bravero y cada día más peligroso funcionario que hace las veces de gobernador de Chiapas...
¿Tendremos que esperar a que los responsables políticos y materiales de tanta crueldad y muerte viajen a otro país para que sean sometidos a tribunales extranjeros por fiscales extranjeros?
Sumidos en el autoengaño de una transición perpetua, deambulamos perplejos y atolondrados, entregados mansamente a los designios externos; sin destino y sin futuro, esperamos, aferrados a las enagua de la sociedad civil, ver lo que quedará de nosotros después del juicio final de la globalización.
Sólo el potente rumor de los atabales indios de guerra nos recuerda día con día, desde las sierras y las selvas, que esta patria se forja en la innegociable e incorruptible resistencia.
¡Otra vez dioses de otras tierras paralizan, acobardan y doblegan a los elegidos para guiarnos!
Traicionando sus sagrados juramentos, entregaron las llaves soberanas, y mientras juegan golf con sus captores vemos cómo desaparecen el oro y los ahorros de la patria, por efecto de conjuros y alquimias financieras.
¿Cuántas lunas tendrán que pasar? ¿Cuántas calamidades y desgracias nos aguardan antes de decidirnos a retomar los caminos de la grandeza mexicana?