La Jornada 2 de noviembre de 1998

González Serrano, un profeta del no que nunca desacierta

Javier Aranda Luna, especial para La Jornada Ante la mirada del pintor todo se derrumba: las construcciones del hombre, la esperanza, la vigilia, la carne. A sus pueblos se los come el abandono; a sus mujeres, la proximidad del sepulcro. Las temáticas más notorias de los lienzos y papeles de Manuel González Serrano son el derrumbe, la caída, la meticulosa erosión que los días y los años imprimen en las cosas y en los hombres.

Incluso el erotismo que maneja no escapa a esa tendencia; en él la derrota es su mejor victoria. Si Posada hizo la crónica de la ebullición de una época y de su sensibilidad, González Serrano es el cronista del ya no más; del momento posterior al cataclismo; del no que a cada instante erosiona al mundo. Manuel González Serrano nació en Lagos de Moreno, Jalisco, en 1917. A los nueve años conoció, muy de cerca, el levantamiento cristero. Esa cercanía no sólo fue geográfica sino familiar: Primitivo, su abuelo, y su tío José administraron por muchos años los bienes de la Iglesia.

Por ello no resulta descabellado suponer que el pequeño Manuel González Serrano conociera los horrores de la guerra cristera más allá de los que vio en su pueblo. Si escuchó sobrevolar los aviones de combate y la gritería callejera de los alzados en Lagos de Moreno, también escuchó en casa, sin duda, las anécdotas sangrientas de los ahorcados en el sur de Jalisco. González Serrano vio, sin hipérbole, cómo se derrumbaba el mundo. Quizá, desde entonces, perdió la fe de sus padres y la creencia en el hombre.

No todo, sin embargo, fue una desgracia. No lo fue, al menos, para la historia de la pintura mexicana; el mundo en ruinas que conoció el niño Manuel González Serrano fue un pretexto para la imaginación pictórica del artista, la sustancia oscura de sus lienzos, el recurso para mostrarnos su logradísimo manejo de la luz. Según Antonin Artaud la devastación presente en los cuadros de Remedios Varo no evocan un mundo en ruinas sino el mundo que se rehace. No se puede decir lo mismo de González Serrano; sus ruinas son sólo eso: ruinas, la ``epopeya del estrago''.

Obsesión por la pintura

En 1935 su madre y su tío José huyeron de la barbarie y se instalaron en la capital del país; González Serrano tenía entonces 15 años y lo obsesionaba la pintura. Consolidó su formación autodidacta en un México de intensa vida cultural. Artistas e intelectuales lo mismo animaban la academia que las tertulias de cantinas, bares y cafés. Son los años inmediatamente posteriores a la revista Contemporáneos; el tiempo en que surgió la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios; la época en que la pintura mural ya ocupaba un lugar significativo en la historia de la plástica.

Pero a pesar de la efervescencia cultural que vivió, González Serrano no se adhirió a ningún grupo, ni siquiera al de Contemporáneos, cuyas propuestas estéticas pudieron resultarle afines. Con algunos miembros de Contemporáneos compartió, sin embargo, la predilección por ciertos temas: la soledad, la muerte, el sueño. No sólo eso, también compartió el gusto de ese grupo por pintores como Dalí y De Chirico cuya influencia, sobre todo de este último, es visible en algunos de sus cuadros.

González Serrano fue un solitario. Quizá por ello se conoció, y se conoce, muy poco su obra. Su primera exposición individual importante fue en 1943 y prácticamente pasó inadvertida. Su proclividad a la soledad y sus cada vez más frecuentes arranques de locura terminaron por aislarlo. Es curioso, González Serrano compartió amistades con Artaud, como Aurora Reyes y Elías Nandino, pero nunca se encontraron. Fue una lástima; ambos padecieron la misma enfermedad del espíritu. ambos fueron una antorcha viva; los dos construyeron, a su manera, una metafísica del desastre. Sus últimos días también fueron similares; Artaud fue recluido en una clínica psiquiátrica y a González Serrano quisieron liberarlo de la locura practicándole la lobotomía. De poco sirvió la operación; a los dos años se le encontró muertos en la calle de Topacio, muy cerca de La Candelaria de los Patos.

Si aceptamos con Novalis que nada hay más poético que las mutaciones y las mezclas heterogéneas, González Serrano fue un gran poeta. El mundo se transforma en sus cuadros; detiene el momento de la metamorfosis. En algunos de sus lienzos la vida es un montón de larvas, de residuos de lo que ya no es y su luz predilecta la que antecede a la noche. La cosecha del hombre, el porqué de su trabajo, un incendio que terminará en ceniza; la mujer, un espejismo.

González Serrano pintó un mapa espléndido de México. Es una cartografía negra donde luz y sombra son una y la misma cosa; el revés de un cuerno de la abundancia o, mejor, un cuerno de abundancias muertas, un cúmulo de despojos, un montón de basura. Allí no existen formas claras, si acaso indicios de lo que fueron y, quizá, de lo que serán. Es una cartografía que señala los límites entre el sí y el no; una compota donde todo se deshace para dar lugar a otra cosa; un terrible anuncio de lo que vendrá. González Serrano es el profeta del no que nunca desacierta. La mayoría de sus cuadros parecen decirnos que el tiempo incesante a todo reducirá a polvo. El conjunto de su obra es un terrible inventario de pérdidas, un acervo de calamidades, la detallada relación de un siniestro.

A lo largo de su vida, González Serrano pintó una serie de autorretratos. Muchos de ellos con el tema del Cristo vencido. Pero sus rostros no son los que recogen las estampas. Aun sin sangre, son más ásperos porque a sus Cristos los crucifica el tiempo. Son Cristos viejos, Cristos que no mueren en el madero sino en el olvido. Dan la impresión de haber sido bajados de la cruz para hacerlos deambular aquí o allá con tal de que acumulen años, soledad, olvido. En uno de sus últimos autorretratos, González Serrano es un hombre envejecido, sin brillo en los ojos y con la mirada perdida. Parece un rostro pintado en una pared que se desmorona. ¿Es el rostro de un fantasma o de una calavera? Lo mismo da. Es el rostro de un hombre que se derrumba, de un artista cuya obra buscó anticipar su futuro de polvo.

Espero que la exposición que se inaugurará en el Hospicio Cabañas de Guadalajara y que posteriormente se montará en el Museo de Bellas Artes sea el principio para revalorar un trabajo injustamente olvidado en el arte mexicano. Qué bueno que podamos apreciar sus bodegones nocturnos, sus cúmulos de larvas, sus Cristos viejos, sus parajes metafísicos, la soledad y la muerte que reina en sus cuadros. Su obra, basada en el derrumbe, es un homenaje al tiempo, al gran río sin cuyas aguas inestables, no podríamos mirar ni valorar los efímeros frutos de la vida. La luz de sus cuadros es medrosa, es cierto, pero es luz.