La Jornada lunes 2 de noviembre de 1998

Héctor Aguilar Camín
Gobierno y oposición

A fuerza de padecer fracasos y equivocaciones de sus gobernantes, los mexicanos habrán aprendido ya que, salvo para las fuerzas de políticas de oposición, no hay nada que celebrar en las desventuras de un gobierno. Al final, quien paga las cuentas verdaderas es la gente. En esas quiebra públicas sólo hay ganancia posible para las fuerzas políticas que aspiran a volverse gobierno.

Es el seguro de la alternancia democrática: castigar los bajos rendimientos del gobierno de un partido por los mejores rendimientos esperados del gobierno de otro partido. El solo cambio, se supone, mejora las cosas, tranquiliza a la gente devolviéndole sus expectativas y mejora el desempeño global de los gobiernos llevando a ellos a los más dotados en un continuo carrusel de competencia y oferta pública de servicios políticos profesionales. Pero por vía de mientras, los fracasos de un gobierno los paga, sobre todo, la ciudadanía.

Salvo para las fuerzas opositoras, pues, no hay nada que celebrar en el disparo de las cifras delictivas de la ciudad de México que dio a conocer hace unos días un diario capitalino con base en cifras de la Procuraduría General del Distrito Federal. Según esas cifras entre agosto y septiembre el número de secuestros registrados creció 21 por ciento, el número de homicidios 14 por ciento, el de robo a transportes 8.5 por ciento, el de robo a casas habitación 12 por ciento y el de violaciones 14 por ciento. (Crónica, 31 de octubre 1998.)

El fracaso del gobierno perredista en materia de seguridad pública, central en su promesa de cambio y en la vida diaria de los capitalinos, es notorio. No ha durado siquiera un año su jefe de policía y han sido dados de baja en esa área más de diez policías y funcionarios de antecedentes impresentables. Esta experiencia debería ser suficiente para tomar nota de que la sola alternancia democrática en el poder no basta para arreglar los problemas fundamentales del país; éstos son más complejos y obedecen a causas más profundas, más difíciles de erradicar, que la corrupción, el autoritarismo o la falta de democracia de los gobernantes priístas.

El fracaso del gobierno capitalino en materia de seguridad pública está en la misma lógica que el fracaso del gobierno nacional. La seguridad es la asignatura fundamental del Estado que han descuidado por décadas los gobiernos de México. La simple alternancia democrática no la resolverá. Es necesario un compromiso público de toda la clase política en el sentido de que esa es su primera responsabilidad profesional como aspirantes al dominio del Estado; garantizar la seguridad pública, la seguridad jurídica, la seguridad personal, patrimonial y colectiva de los mexicanos. Adviértase, de una vez por todas, que en eso, como en todos los otros problemas centrales de México, no habrá soluciones mágicas de un día para otro, porque cambia el partido en el gobierno o el funcionario en el área respectiva.

Esta pedagogía es una gran ausente de la transición política mexicana: la pedagogía de la gradualidad, de que no hay soluciones mágicas y de que la democracia no las aporta por sí misma. Las sociedades democráticas saben que la alternancia cambia menos cosas de lo que promete. Al final la diferencia entre gobiernos de distintos partidos es una cuestión de matiz. Los únicos que creen que cada gobernante hace una diferencia histórica con relación a otro, son sus partidarios, hijos de la convicción militante que es una forma de narcisismo colectivo.

Nadie puede saltar sobre su propia sombra, según un dicho alemán. Ningún gobernante puede saltar sobre la sombra del país que gobierna, resolver sus problemas de un plumazo, no ser rehén de sus carencias históricas y sus inercias institucionales. Lo están aprendiendo en la capital los perredistas, como antes lo aprendieron y lo siguen aprendiendo los gobiernos panistas en Chihuahua y Baja California, Jalisco, Nuevo León y Guanajuato.

Lo aprenden también, con el tiempo, los votantes, los ciudadanos. Al final, lo aprenden los políticos que dejan de tratarse entre sí como enemigos sulfúricos, como ángeles y villanos, patriotas y entreguistas, limpios y sucios, y empiezan a tratarse como lo que son: miembros de la tribu ambiciosa que aspira a gobernar su país, adversarios tolerantes de sus adversarios, dispuestos a negociar y a llegar a acuerdos sin rasgarse las vestiduras ni expedirse autocertificados de pureza.