La Jornada Semanal, 1 de noviembre de 1998



Beatriz Sarlo

testimonio

Cartas

Cartas recibidas y enviadas durante los exilios, mientras el propio país se asfixiaba bajo una dictadura oprobiosa. En esos momentos los amigos vivos ``eran toda la vida'', nos dice la gran escritora argentina Beatriz Sarlo en este testimonio sobre amores, ``amistades'' con ``un punto que será siempre ciego'' y ansias de comunicación en un mundo de asesinatos, desapariciones e incontrolable violencia institucional.

Desde los años de la dictadura conservo una carpeta de cartas, las más absorbentes que recibí en toda mi vida. Casi todos los que las escribían estaban exiliados. Muchos de ellos, hasta ese momento, no habían sido especialmente amigos, pero el exilio y la dictadura los convertía, a mis ojos y supongo que a los de ellos, en amigos de toda la vida. Escribo ``de toda la vida'' en un sentido literal: eran toda la vida (o casi toda la vida) que yo podía tener en perspectiva, simplemente porque ellos vivían y yo también. En épocas de asesinatos y desapariciones, eso solo bastaba. Yo le escribía a un amigo: ``Hace calor y salgo a dar una vuelta.'' Él me escribía: ``El invierno viene frío y estoy en la cocina con mis dos gatas.'' Esas frases eran toda la vida.

En esas cartas discutí sobre muchísimas cosas: películas, libros, fotografías, la guerra de Malvinas, trabajos que me encargaban, colaboraciones para la revista que yo publicaba en Buenos Aires. Enterarse de qué estaban leyendo mis amigos, en Europa o en México, era como redactar una lista de bibliografía obligatoria y buscar los modos de conseguirla. Desde Francia, uno de ellos me escribió que iba a comenzar un largo trabajo: estudiar a Walter Benjamin. En la carta, la palabra ``Benjamin'' vibraba como si fuera el nombre de una banda de rock.

Aunque esto parezca una metáfora, leía esas cartas en el metro, porque las recogía en una casilla de correo y las llevaba conmigo durante días enteros. Sabía que esto no era prudente pero, durante la dictadura, una forma de sobrevivir consistía en permitirse algunos actos de imprudencia. Hace mucho que no leo en voz alta una carta, dirigida a mí, ante otros que no son sus destinatarios. En esos años, en cambio, las cartas que recibía funcionaban como una especie de noticiero, de un solo ejemplar, que algunos más podían conocer. Las cartas eran comentadas y se discutía el contenido y el tono de la respuesta (ya que abundaban en ellas las discusiones). Finalmente, después de una circulación que duraba varios días, las guardaba.

Por supuesto que todavía las conservo. En una de ellas, de 1978, un amigo librero, exiliado en México, escribe una frase llena de promesas: ``La semana pasada te mandé dos rollos de revistas Nexos y Vuelta. Decime qué querés o qué te falta.'' Las revistas llegaron y sólo quien haya vivido bajo una dictadura puede imaginar el vértigo de leer, en Buenos Aires, una discusión sobre el ``socialismo real'' o sobre Nicaragua. Mi amigo librero entraba así, para siempre, en una galería privada de benefactores. A veces, alguien enviaba un libro o la dirección donde se podía conseguir una revista. A veces, otro amigo, exiliado en Caracas, mandaba cien dólares. Lo juro: nunca jamás voy a olvidarlo.

En esos años también escribí cartas a personas que no conocía, cuyos libros estaba leyendo. Interpretaba cualquier respuesta más o menos cortés como un gesto de amistad emocionante. Yo leía pocos libros y con extrema lentitud, porque estaba pasando por una transformación ideológica complicada, ese tipo de proceso en el que las amistades intelectuales son decisivas. Pero no había muchos amigos alrededor, excepto los tres o cuatro con quienes las discusiones eran, como en la adolescencia, hasta el amanecer, y continuaban durante días y días. Entonces, aparte de esos tres o cuatro amigos, las cartas a desconocidos funcionaban casi como las cartas de los amigos exiliados. Eran señales de que yo estaba leyendo lo que ellos escribían o los libros que ellos citaban. Esa coincidencia me ayudaba a pensar que ellos y nosotros no estábamos completamente separados, sino que había un momento, en el mismo día o en la misma semana, en que nuestros ojos recorrían las mismas páginas. Para quienes estábamos físicamente cortados del resto del mundo, esa especie de contemporaneidad era un sustituto del diálogo.

Estas operaciones imaginarias hicieron que me sintiera amiga de Raymond Williams, de çngel Rama o de Richard Hoggart, amistades que, por supuesto, ni a Williams ni a Hoggart les hubieran pasado por la cabeza. A çngel Rama lo conocí en 1980 y, afortunadamente, nos hicimos amigos de inmediato, pero esa fue una casualidad.

Tengo, especialmente separadas del resto porque forman parte un fascículo casi independiente, las cartas de un amigo inglés. Cada una de ellas es un ejercicio de diferencias y contactos culturales. Son, también, cartas divertidísimas que me permitieron percibir algo de la experiencia de un intelectual vivida con un tono imposible de encontrar en un rioplatense. Todavía sigo recibiendo cartas de este amigo, a quien trato de escribirle cada dos o tres meses sólo para obtener una respuesta que renueve esa relación imaginaria con una cultura diferente. Probablemente porque son las cartas de un extranjero que le escribe a una mujer que es, para él, una extranjera, conservan algo de la novedad intensa de esas cartas escritas y recibidas durante la dictadura militar.

En esos años, también recibí cartas de personas a las que yo conocía casi nada, que no habían sido mis amigos, y que se convirtieron en amigos porque me escribieron una carta. Esas fueron amistades tan intensas como llenas de malentendidos futuros: amistades epistolares, que debieron superar el desafío del encuentro cara a cara. Cuando ese encuentro se produjo, fue necesario traducir en gestos y en palabras ``reales'' los gestos de escritura a los que nos habíamos acostumbrado. Sólo unas pocas amistades epistolares se convirtieron en amistades ``presenciales''. Sin embargo, en el momento de las cartas, para mí, esos desconocidos eran amigos del alma, tanto como los conocidos. Las cartas tenían poder, instauraban la confianza e, inlcuso, la confidencia.

No sé cómo fueron leídas mis respuestas a las cartas que recibí en esos años. Puedo hablar de las esperanzas que yo descifraba en las cartas que recibía, de las desilusiones y los entusiasmos. Puedo recordar la ansiedad con que abría la casillla de correos y el golpe eléctrico que subía desde el estómago en el momento en que rompía el sobre y desdoblaba la hoja de papel de la que, a veces, produciendo una felicidad todavía más intensa, caía el recorte de un diario o una fotocopia. Pero no sé qué pasaba con mis cartas. Esa otra cara de la relación se me escapa. Como en toda amistad, hay un punto que será siempre ciego.