La Jornada Semanal, 1 de noviembre de 1998
Péndulo del agua calma, extendida,
Un pensar llegado sobre rayos y horizontes
Bajo el cristal en los Países
Bajos.
Los astros marinos, amargos en el valle;
Mojado en sal,
el cangrejo fosforece.
(¡Sé como el oro,
irrecusable y grave!)
Con asombro buscaba en Dios
Los rincones
del cuarto neblinoso.
Craii de Curtea Veche
Río encarcelado en un cielo uniforme.
Para regocijarlas, hasta las piedras dormidas
Desde la tarde alabada, un
viejo aceite
Escurre de esas flores que en Belén celebran
Misa,
cuando resucitan las guardias derrocadas.
Llevaré -bajo los
rayos estiro un dedo tenue-
Un exquisito y sereno
capullo,
Renovado por la escarcha entre arbustos de zinc.
Tenías fiebre, estabas muy enferma,
Delirabas. Soñaste que gateabas
Iba y venía por ti,
Te lo di
Como una pausa
Parecía fácil
Estabas abrumada. No dije nada.
Ted Hughes murió este miércoles 28 de octubre, a los 68 años, después
de librar una batalla de 18 meses contra el cáncer. Nació en
Yorkshire, Inglaterra. Estuvo casado con la poeta norteamericana
Sylvia Plath, quien se suicidó en 1963. Tomamos este poema de su
último libro, Birthday Letters, que empezó a escribir un poco
después de la muerte de su esposa, a quien está dedicado.
algo te sentó mal,
yacías
desamparada y un poco delirante. Anhelabas de América
la
disponibilidad de medicinas. Te sacudiste
en el galeón inmóvil de
la cama,
en la casa española tan cerrada
que el sol de afuera
brillaba como si se filtrara
por las rendijas de una tumba.
en el fondo de un pozo y al
despertar deseaste
trepar por sus paredes, que cesara la
angustia,
un atajo al frescor del agua,
a la tranquilidad del
hueco oscuro, el mejor sitio
para hallar el olvido del laberinto
ardiente,
de los bichos de afuera. Gritabas estar segura
de que
ibas a morir.
era una niñera. Fantaseé con eso,
me gustaba
la crisis del papel principal,
sentía cosas que se volvían
reales. De pronto, mamá,
como voz familiar, despertó en
mí.
Llegaba con algunos conocimientos. Te hice una gran
sopa.
Zanahorias, jitomates, pimientos y cebollas,
un agitado
arco iris de vaporoso elíxir.
Serías un canal, un conducto
de
pura vitamina C. Te juré
que eso salvó a Voltaire de la
peste.
Tenía que llenarte, que hacerte rebosar
con ese hervor de
esencias.
en tu desamparada boca de polluelo, dulcemente.
Con
maestría, con paciencia, hora tras hora,
enjugaba tu rostro surcado
por las lágrimas, tu fatigado rostro
estragado de penas y
abandono.
Te di más y lo sorbiste como si fuera vida,
sollozando
``me voy a morir''.
entre tus sorbos, empecé la lectura
de tus
gestos. Tu llanto, duramente contenido
dentro de la rojez de la
catástrofe,
ya no daba lugar para algo peor. Pensé:
¿qué tan
enferma está? ¿Exagera?
Regresé sólo un poco,
por guardar un
balance, alguna simetría
a la paciencia escéptica, sólo un
poco,
si lo puede aguantar ¿por qué hace tanto lío?
``Ven -la
tranquilicé-, no tengas miedo,
tienes algún bicho, no te dejes
llevar.''
Lo que estaba diciendo realmente era: ``deja de actuar''.
Otros
pensamientos espeluznantemente familiares
vinieron a agolparse:
``deja de actuar o ya no podré saber ni escuchar
cuando las cosas
se pongan en verdad mal''.
observar estos pensamientos en una buena época
con
todo el tiempo para pensar: ``Ella está llorando
como si la más
imposible de todas
las cosas horribles hubiera ocurrido,
ya
hubiera pasado, o siguiera
todavía sucediendo, con todo el
mundo
sin poder ya ayudar''. Después el pensamiento vacío
de la
anestesia que ayuda a las criaturas
bajo el hielo polar y la
indiferencia
que asiste a los agobiados médicos. Un pensamiento
tortuoso
sobre lo exagerado del dilema, el resplandor
que atrae
a las desconcertantes planarias a la calma
en la que se enroscan y
mueren.
No dije nada. El hombre de piedra
hizo la sopa.
La mujer ardiente la bebió.