La Jornada Semanal, 1 de noviembre de 1998



Luis Ortiz Macedo

arquitectura

Centros históricos: Teoría y praxis

El centro histórico de las ciudades enseña todos los días a sus habitantes las grandes lecciones de un pasado que forman los acontecimientos que no deben repetirse, y los momentos de glorias civiles y de modestas felicidades individuales. En este ensayo, compuesto de reflexiones y de propuestas para discutir, el notable arquitecto Luis Ortiz Macedo nos invita a pensar sobre el porvenir de ese patio de la casa común que son los centros históricos.

Centro Histórico: -en cuanto enunciado- no parece presentar dificultades para nadie; sin embargo, los lugares que esa definición precisa, poniendo de relieve su antigüedad y su pintoresquismo, son en general los mejor protegidos o, al menos, los mejor provistos para su protección. En cambio, otras muchas ciudades de idéntico valor, pero cuya calidad arquitectónica es más difícil de percibir, no reciben los cuidados que deberían merecer; por otro lado, urbes en plena expansión, más notorias por su dinamismo que por los vestigios de su pasado, descubren hoy el encanto y la belleza de viejos barrios que hasta hace poco los paseantes estimaban sin interés.

Del mismo modo, hay edificios a los que se puede calificar de históricos porque en ellos transcurrió la vida de un personaje o porque fueron escenario de sucesos importantes de una historia nacional, aún reciente. Nada obliga a esperar a que un conjunto urbano se muestre capaz de desafiar el paso de los siglos para que pueda considerársele venerable: es esta una de las consecuencias de lo que hoy damos en llamar ``aceleración de la historia''.

El problema de los centros históricos se plantea incluso en zonas donde la urbanización es reciente. Hay capitales que a fines del siglo XIX eran simples poblados y que hoy enfrentan ya problemas de crecimiento que parecen imponer una difícil elección entre la modernización y el mantenimiento de un núcleo urbano antiguo.

De cualquier manera, esos conjuntos históricos presentan siempre un carácter común en la medida en que suele considerárselos inadaptados a la vida contemporánea. En efecto, cuando la vida política, religiosa, militar, cultural o económica que constituía su razón de ser pasa a otras zonas o desaparece con las creencias, las técnicas y las prácticas sociales, tales ciudades pierden algunas de sus primitivas funciones y desempeñan penosamente las que conservan, como centros comerciales o turísticos.

El hecho de que la parte potencialmente más dinámica de la población emigre hacia otros barrios, hace que el modo mismo de vida, el aspecto externo de esas ciudades, se modifique profundamente. Los palacios, las mansiones, las casas solariegas, convertidos en casas de alquiler -si no es que en vecindades-, comienzan a ser ocupados por una población de escasos ingresos y, lo que es peor, de escasa cultura, que no puede cuidarlos y mantenerlos, contribuyendo fatalmente a su deterioro. Simultáneamente, el comercio cambia de carácter; antes respondía a las necesidades de una sociedad próspera, estructurada y diversificada, y ahora debe adaptarse a las de unos grupos más modestos y de nivel económico relativamente bajo.

No ha habido época en que las ciudades no cambiaran de aspecto o no experimentaran incluso a veces transformaciones radicales; no olvidemos que las guerras, los incendios y los terremotos han sido desde siempre poderosos agentes del urbanismo. Pero tras cada desastre, la reconstrucción no contradecía ostensiblemente a la visión, la manera de hacer de los constructores de otras épocas y apenas modificaba el modo de vida de sus habitantes. Lo nuevo, edificado generalmente según los mismos planos y en el mismo espacio, sustituía a lo viejo, y las generaciones sucesivas veían cómo su ciudad crecía o decrecía, se embellecía o se afeaba, se abría o se cerraba, en una palabra, cambiaba lenta e insensiblemente; durante su vida, cada ciudadano podía considerar que habitaba la misma ciudad.

Hoy, en cambio, la ruptura suele ser radical, y por primera vez todas las ciudades del mundo se transforman con gran rapidez, al mismo tiempo y siguiendo esquemas similares. Desde luego, la expansión urbana no tiene por qué tener como resultado fatal la desaparición de los centros o barrios antiguos. Pero el hecho es que por doquier estamos asistiendo a tal fenómeno. La civilización industrial es la primera que posee a la vez los recursos financieros y los medios técnicos que permiten destruir en masa y reconstruir casi inmediatamente y según un esquema por completo distinto.

De ahí que la problemática de la ciudad tradicional amenazada parezca generalmente tan confusa. La comprensión de esa amenaza y las contradicciones que entraña son fenómenos peculiares de nuestra época. La vieja ciudad se postula a través de los siglos como una realidad indiscutida, no más sujeta a juicios de valor, a sentimientos de adhesión o de rechazo. Pero que se ponga en entredicho su existencia, e inmediatamente esa ciudad se convierte en ciudad histórica: tesoro para unos, rémora para otros.

Los urbanistas, los que detentan el poder y los promotores, suelen justificar en nombre del ``progreso'' las grandes operaciones de demolición de centros o barrios históricos. Las exigencias y las ventajas de ese progreso se explican de distintas maneras.

Hay ciudades tradicionales condenadas a la desaparición por razones históricas no digeridas por un cierto sector social. A los ojos modernos lo antiguo aparece como lo viejo, lo sucio, lo sórdido. Semejante actitud, empeñada en ocultar los testimonios más típicos de una arquitectura y un urbanismo, recuerda el desprecio con que durante bastante tiempo se consideró a todos los vestigios porfirianos -bien urbanos y arquitectónicos- como algo que había que borrar del casco urbano de nuestras ciudades. Las consecuencias son graves cuando los dirigentes mismos, deseosos de realzar el modernismo de sus respectivas ciudades, parecen avergonzarse de los vestigios materiales de una cultura nacional que por el contrario urge defender.

También las consideraciones de índole social desempeñan un papel importante. Mal conservada, sobrepoblada, olvidada a menudo por los servicios de mantenimiento y de higiene, o por leyes que la hacen irredituable, la vivienda de carácter histórico cae fácilmente en la categoría de insalubre.

Cierto es que las preocupaciones de este tipo van a menudo acompañadas por inquietudes de otra índole. La vivienda o barrio deteriorado puede dar cobijo a una población de trabajadores no calificados, prolífica, móvil, difícilmente controlable y acogida con hostilidad por los ciudadanos mejor establecidos y más acomodados. La vieja zona urbana se vuelve entonces sospechosa, hay que actuar contra ella, vigilar y reprimir a sus habitantes. Es la otra cara, por lo general oculta, del ``saneamiento''.

A ello viene a añadirse el espectro de la presión demográfica. El crecimiento excesivamente rápido de una serie de grandes ciudades hace indispensable utilizar razonablemente el espacio. En tal sentido, habrá técnicos que no vacilen en sustituir a los edificios de dos o tres plantas de un centro histórico por otros más elevados. Con ello pretenden incrementar la densidad de la población urbana, aunque la experiencia ha mostrado la vanidad de semejantes proyectos, ya que las operaciones de renovación urbana en el Centro Histórico de las ciudades suelen favorecer mucho más la construcción de oficinas y comercios que la de viviendas nuevas. Y ahí está como ejemplo lo que se pretende hacer con las manzanas al sur de la Alameda Central de la ciudad de México.

En cambio, los cálculos económicos muestran motivaciones más claras. La ciudad o el barrio histórico, con sus habitantes casi insolventes, parece ocupar indebidamente un espacio que resulta así poco o nada rentable. De decidirse su conservación -se arguye-, habrá que restaurar centenares de edificios, rehacer kilómetros, construir redes de servicios urbanos... Pero una operación de ese tipo, aunque produzca un alza de los valores inmobiliarios, será a fin de cuentas deficitaria, por lo que en un buen número de países la hacienda pública la considera inadmisible. En cambio, las operaciones de renovación urbana, que en un principio se presentan como medios de rehabilitación parcial pero que en realidad están concebidas para proliferar rápidamente, parecen infinitamente más ``rentables'', y en varios casos han rendido frutos inesperados.

Por último, la causa más frecuente de demolición radica en los postulados mismos de un urbanismo -hoy muy discutido pero aún poderoso- para el cual los imperativos de la circulación deben prevalecer sobre cualquier otro tipo de consideraciones. En función de éstas, se abren en el núcleo histórico de una ciudad unas cuantas brechas para reducir los embotellamientos, se construyen después unas cuantas avenidas para poder recorrerla en todas direcciones y, a pesar de todo, se estima que lo esencial queda a salvo: los monumentos, un paisaje urbano célebre, un barrio restaurado. Sin embargo, la contextura urbana original experimenta una transformación radical, la ciudad o el barrio queda desorganizado o desfigurado, y en poco tiempo desaparece como entidad urbana. El proceso se ha repetido con demasiada frecuencia en el medio siglo último para que tengamos que describirlo con detalle. Como prueba está el Plan regulador del centro de la ciudad de México, aprobado en 1947, y toda la secuela de demoliciones que acarreó y los sucesivos cambios al uso del suelo, que han dejado cicatrices imborrables dentro del casco urbano.

Las autoridades locales y federales que se proponen preservar un barrio, una ciudad o un lugar histórico, han salvado ya la etapa del alegato en favor de los bienes culturales. Y sin embargo, no es raro que tengan que luchar aún contra el tipo de razonamientos y de prácticas a que acabamos de aludir.

Esas autoridades deben tener presente que, en materia de operaciones de renovación urbana, la justificación de los cálculos no suele apoyarse sino en evaluaciones puramente cuantitativas que en modo alguno tienen en cuenta todos los aspectos del costo social o político de la empresa. La calidad de vida en un centro histórico no puede calibrarse arreglando un balance financiero. Nadie puede garantizar que la mejor operación de renovación urbana, a juicio de sus promotores, vaya a ser a la larga provechosa para la colectividad.

Es más, desde hace algunos años se viene comprobando en países muy industrializados que millones de viviendas antiguas, siempre que se las mantenga y restaure, pueden durar tanto o más que las construidas actualmente. Y esas viviendas representan un capital considerable que se perdería totalmente en caso de demolición. Por consiguiente, una política racional de la vivienda debe introducir los problemas de la protección y la conservación de lo antiguo en la gestión global del patrimonio inmobiliario, con mayor razón si se piensa que el mejoramiento de las viviendas antiguas seguirá siendo, aún durante un tiempo razonable, el medio esencial para satisfacer las necesidades de alojamiento de los peor dotados económicamente. En particular, la reanimación de los barrios históricos es hoy una necesidad de índole no menos económica y social que cultural.

Vivimos en una época en que el mundo se esfuerza por definir de nuevo las perspectivas del progreso oponiéndolas a la fatalidad del crecimiento, y en que las defensas del entorno natural y humano obliga a poner en tela de juicio múltiples formas de explotación destructora. Razón de más para que comprendamos que las ciudades antiguas se cuentan entre esos recursos insustituibles que ningún país puede malgastar y sacrificar sin peligro. Como el de todos los bienes que por su propia índole no son reproducibles, su valor habrá de aumentar constantemente. En cierto modo, esas ciudades entrañan los más frágiles de entre todos los bienes: el espacio humano, el tiempo humano.

Preservarlas en la diversidad misma de su contextura urbanística y de sus funciones supone, de alguna manera, fomentar, mejorar esas relaciones cuyo deterioro suscita la nostalgia de los habitantes de nuestras modernas ciudades. Esa nostalgia no es la de un pasado que no ha de volver, sino la de un arte de vivir. Sentimiento, pues, perfectamente legítimo y respetable cuando a cambio no se ofrece a la ``muchedumbre solitaria'' que constituimos más que el culto del automóvil, del acero y del hormigón.

Justamente porque en ellas parece desterrado el anonimato y el aislamiento, las viejas ciudades atraen hoy crecientemente a los hijos o a los nietos de quienes en otro tiempo las abandonaron. Y en parte por las mismas razones acuden a ellas los menos rutinarios, los más imaginativos. De entre nuestros constructores, no faltan arquitectos ni urbanistas para quienes las viejas ciudades que sus predecesores menospreciaban no representan reliquias conmovedoras, sino justamente modelos en los que convendrá inspirarse.

En los jóvenes la necesidad de conservar esas obras del pasado constituye casi un reflejo vital. En más de una región son ellos los que con mayor asiduidad y atención frecuentan los viejos centros urbanos, aunque sea por asistir a las discotecas y bares, hoy de moda, esforzándose, si es menester, por protegerlos. Acaso presienten que, cuando sucumbe una vieja ciudad, no son sólo unas calles, un paisaje urbano los que se disuelven en la nada. Para la inmensa mayoría de nuestros coterráneos, ajenos a la cultura libresca, la ciudad antigua es el único testimonio inteligible y tangible de la historia.

A esas generaciones, la desaparición de las ciudades cargadas de historia las condenaría a vivir de algún modo en la superficie de los acontecimientos, inciertas y solitarias como un hombre sin recuerdos.

Sin embargo, por una especie de reacción contra esa tendencia, asistimos a una explosión renovada de particularidades. Por todas partes, comunidades étnicas o nacionales, colectividades rurales o urbanas, o entidades culturales, afirman su originalidad y se esfuerzan por asumir y defender con vigor los elementos distintivos de su identidad. La identidad cultural parece plantearse hoy como uno de los principios notables de la historia; lejos de coincidir con una réplica sobre un acervo inmóvil y cerrado en sí mismo, esa identidad es un factor de síntesis nueva y original perpetuamente recomenzada. De este modo, representa cada vez más la condición misma del progreso de los individuos, los grupos, las naciones, pues es ello quien anima y sostiene la voluntad colectiva, suscita a la movilización de los recursos interiores para la acción y transforma el cambio necesario en una adaptación creadora.

Si nos atenemos a los pesimistas, la crisis de identidad sería el nuevo mal del siglo. Cuando se hunden los hábitos seculares, cuando desaparecen modos de vida, cuando se evaporan viejas solidaridades es fácil, por cierto, que se produzca una crisis de identidad.