Los únicos que tienen el poder de resucitar a sus muertos son los indios. En el Altiplano, los campesinos siembran flores amarillas y con ellas hacen caminos desde los panteones hasta sus casas, donde tienen preparados los altares y las ofrendas con las comidas preferidas de los difuntos.
Pero fue en Chiapas donde asistí a la ceremonia mortuoria más impresionante que haya presenciado entre los indios. Esta se inició en la casa del principal (el presidente de Chamula) y me acompañó un intérprete. Al fondo se alzaba el enorme altar, cargado de platos, de panes, de frutas, de flores y de velas parpadeantes.
Sentados en una cama de tablas, estaban los dos hijos de Domingo vestidos de mashes. Sobre el pañuelo blanco amarrado a la cabeza llevan el enorme gorro de piel de mono, sujeto con un barbiquejo; una casaca de largos faldones, calzones blancos y huaraches componen el atuendo de estos personajes, mitad chamulas, mitad granaderos de Napoleón, cuyo papel parece consistir en alegrar las fiestas imitando lo mejor que pueden las cabriolas y las gesticulaciones de los monos. Ya al mediodía nos dirigimos al cementerio y contemplé una ceremonia casi increíble. No había menos de 300 mashes entre niños y adultos. Los niños, borrachos, bailaban sin cesar soplando alocadamente en sus organillos de boca. Los grandes mashes golpeaban sus tambores, tocaban acordeones y guitarras, saltando, gesticulando, lanzando prolongados aullidos. En cambio, las mujeres, postradas en las tumbas de sus maridos gemían bañadas en lágrimas y decían en tono de salmodia:
-Ay Dios, te fuiste y no te volveremos a ver. Gracias, Pedro, que nos dejaste de comer, que nos enseñaste a buscarnos la comida. Tus hijitas crecen y no les falta nada. Cuídate mucho, Pedro, allá lejos, donde te encuentras y pídele a Dios que nos vaya bien como hasta hoy nos ha ido.
Otra mujer gritaba:
-Tus hijitos me piden de comer y a veces no tengo nada que darles. Me duele el corazón no poderles dar las tortillas, el pozol, los frijoles a que tú los tenías acostumbrados. Ah, pídele a Dios por mí, por mis hijitos, por todos nosotros.
Estalla el carnaval de la muerte. Los mashes chicos han terminado por emborracharse, quedándose tirados, con los brazos en cruz, durmiendo dulcemente. Los grandes mashes todavía aguantaban. Al son de tambores, acordeones y guitarras, gritando con sus enormes bocas desdentadas, ladeados los gorros de piel de mono, impenetrables los anteojos negros, saltaban cogidos de la mano en rondas endiabladas sin importarles los gemidos de las mujeres, sus diálogos con los muertos, sus gemidos estremecedores y sus lágrimas. De seguro, así recibiremos el juicio final.
¿Y nosotros los ``civilizados'' qué hacemos? Nos desayunamos y merendamos con chocolate y pan de muerto. A veces vamos a las tumbas de nuestros ancestros llevándoles flores y rezos. De esta forma terminan los días de difuntos, que son quizá de las principales fiestas de los mexicanos.