Después de un largo debate, que lleva lo que va del año, los partidos políticos representados en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal han llegado a un acuerdo parcial sobre el contenido de la reforma política en la capital del país. Una parte de ese debate parece expresarse en la pugna entre gobernabilidad y representatividad, entre viabilidad del sistema de gobierno y legitimidad política. ¿Acaso estamos hablando de posiciones irreconciliables?
La posición de la gobernabilidad tiene sin duda un fuerte sustento y puede identificarse fácilmente con toda argumentación sistemática. El gobierno de la ciudad debe hacer que ésta funcione, debe contar con órganos y leyes adecuadas; debe haber, además, un cuerpo legislativo apropiado, y la acción social debe quedar delimitada dentro de los márgenes de funcionamiento del sistema.
La posición de representatividad tiene sus raíces en la ya vieja lucha democrática y se sustenta en la idea de un gobierno emanado de la voluntad social. Pugna por órganos de gobierno plenamente legitimados (electos, como lo son los estados y los ayuntamientos), por congresos poderosos y activos, y una acción social abierta al debate de todos los asuntos de la ciudad, como lo soñara Rousseau.
Quienes pugnan por la gobernabilidad, sin duda aciertan al poner en primer plano el funcionamiento efectivo de la ciudad. Para ellos no deben hacerse experimentos que después cuesten caros a la misma ciudadanía. Ir a lo seguro significa garantizar la operatividad de la ciudad. Sin embargo, tras la seguridad de la necesidad natural de la operación de la ciudad se esconde en muchas ocasiones, camuflajeado con un discurso legalista, un deseo de control político de corte antidemocrático. ¿Acaso no puede verse en la negativa al Estado 32 y a los ayuntamientos plenos en el Distrito Federal la imposición de una perspectiva sistémica?
Quienes pugnan por la representatividad y participación social, en este caso Estado 32, ayuntamientos, congreso y representantes vecinales con poder, impulsan una profunda democratización de la ciudad. No obstante, en ocasiones se pasa del deseo de representatividad al nivel de la ingobernabilidad, tal como sucede, por ejemplo, en la búsqueda permanente de decisiones por asamblea, búsqueda que tiende a hacer lentas las decisiones y, como se dice, también tiende a empantanar procesos amarrados bajo el lema ``donde todos mandan, no manda nadie''.
Hoy el Distrito Federal, centro de los poderes del país, requiere de nuevos aires democráticos. Una tendencia hacia nuevas formas democráticas y, en el fondo, de una nueva cultura política, parece correr en muchos lugares y las grandes ciudades se presentan urgidas de esas transformaciones, aún indefinidas. El cambio de siglo se presenta, además, como nueva oportunidad para la democracia, único mecanismo capaz de garantizar el consenso, tan desgastado en el siglo XX. Más participación social, más espacios para esa participación, más relación entre representantes y sociedad, más órganos de gobierno sujetos a estrictos controles democráticos, más democracia, en suma, puede ser el reclamo de nuestra golpeada ciudad.
Pero además tiene que reconocerse que la ciudad no puede funcionar exclusivamente con buenas voluntades y es preciso eso que llaman la gobernabilidad. La ciudad requiere órganos de gobierno más eficientes, menos burocratizados (capaces, por ejemplo, de salir a limpiar las plazas del centro de la ciudad, como recientemente se ha hecho), más atentos a las necesidades ciudadanas, más transparentes y eficientes en el cumplimiento de los objetivos sociales. A ello pueden contribuir indudablemente los órganos legislativos, que no necesariamente tienen que crecer en número (¿por qué de 66 a 80 diputados?), y los cuerpos de representación vecinal.
La combinación democracia y gobernabilidad constituye uno de los retos de nuestra ciudad en el nuevo siglo (¿debemos decir milenio?). Mayor autenticidad y capacidad de acción se presentan ya como grandes rezagos de la gran ciudad. Los conflictos están a la orden del día, los cauces de ingobernabilidad tienden a crecer y, al mismo tiempo, los riesgos de nuevos autoritarismos siguen vigentes. Esperemos que la actual Asamblea Legislativa pueda conciliar ambas necesidades y pronto tengamos leyes de gobierno y ciudadanía actualizadas.