Jorge Camil
¡Pobres dictadores!

Pobres dictadores: ya no están a salvo en ninguna parte del mundo. Atrapados entre las cuatro paredes de la globalización --¡mal rayo la parta! (aunque muchos de ellos contribuyeron a propagarla para ganarse el beneplácito de las potencias)--, el tribunal penal internacional, los medios de comunicación y las organizaciones de derechos humanos, los líderes corruptos, gobernantes absolutistas y mandatarios genocidas deben ahora prepararse a ser perseguidos hasta los últimos confines de la Tierra para responder por sus abusos del poder. Ya no pueden vivir sus años dorados en París ni retirarse a las playas exuberantes en la isla de la fantasía ni sentarse bajo las hojas amarillas del parque solitario de Ginebra --como el viudo presidente exiliado de Gabriel García Márquez-- a ``contemplar los cisnes polvorientos (...) pensando en la muerte''. (¡Vaya, ni siquiera disfrutar un buen vaso de Guiness stourt en un pub irlandés!).

Ahí está el ejemplo aún fresco del ex presidente colombiano Ernesto Samper, a quien durante su mandato Estados Unidos permitía, únicamente, visitar en forma restringida la ciudad de Nueva York para asistir a la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas. Y el caso aún más vergonzoso de Yasser Arafat, cuyas actividades en el vecino país se circunscribieron, por orden del alcalde de ``la ciudad que nunca duerme'' --¡viva la democracia!-- a la sede de Naciones Unidas y al perímetro de su hotel. ``Esta es mi ciudad --se disculpó Rudy Giuliani con lógica parroquial-- y no quiero que los terroristas internacionales se sientan en libertad de visitarla en forma irrestricta''.

Tampoco están a salvo sus dineros. Basta recordar el caso del oro nazi que, perseguido por tenaces procuradores y legisladores estadunidenses, saldrá de las bóvedas suizas medio siglo después para reparar los crímenes de guerra contra las víctimas de holocausto. ¿Y qué decir de la tenacidad de las Carlas del Ponte y de los Baltasares Garzón?: unos, los primeros, pretendiendo incautar las fortunas antes indemnes en las bóvedas inexpugnables de la banca suiza, y otros, los segundos, lanza en ristre, arremetiendo contra los molinos de viento de las finanzas y el poder, empeñados en detener la impunidad y confiscar los depósitos millonarios que servirán para aliviar, de alguna forma, las heridas inconfesables infligidas a las víctimas de la tortura, el genocidio y el terrorismo.

¡Pobres dictadores!, sí. Pero también, ¡pobres pueblos latinoamericanos! Condenados a vivir bajo la maldición del ensayista hispano-guatemalteco Francisco Pérez de Antón, ``entre Santanderes y Bolívares'', o sea, en la eterna encrucijada de la lucha entre el poder civil y el militar. Desde 1830 en el continente, escribió Pérez de Antón, a un golpe militar sucede un gobierno civil y a éste un nuevo gobierno militar, pues la espada del soldado ha sido ``la única restricción efectiva contra excesos del poder civil''.

El error en la ecuación de Pérez de Antón es que han sido los propios militares quienes se arrogaron la facultad de juzgar los ``excesos'' del poder civil y, por ende, de romper el orden constitucional. Augusto Pinochet es un caso de libro de texto. Desde el comienzo del gobierno de Salvador Allende, Pinochet calificó la elección como ``un inquietante cambio de gobierno'', y progresivamente incrementó su animadversión predicando entre ``amigos, camaradas y familiares'' contra ``el peligro del marxismo leninismo''. En Camino recorrido, las memorias más insípidas del mundo, Pinochet analizó, 20 años después, cada palabra pronunciada por Salvador Allende para justificar su decisión de romper con la Constitución y la tradición civilista del ejército chileno. Con infantilismo que revela estupidez, Pinochet, entonces comandante de Santiago, se ufana de haber violado el protocolo durante la ``interminable visita'' de Fidel Castro --colocándolo entre el ministro de Defensa chileno y el propio Pinochet-- para que, al pasar los tres frente al pelotón que rendía los honores de reglamento, fuera el ministro chileno, y no Castro, quien recibiera en forma ``más cercana'' los honores militares.

Un mes antes de su traición, Pinochet fue llamado a La Moneda para recibir de Allende el cargo de comandante en jefe del ejército. Al regresar a su oficina escribió incrédulo en su libreta: ``He sido nombrado comandante (...) creo que la providencia me ayudará en mis pasos''. ¿Funcionará igualmente la providencia contra los tribunales del Reino Unido?