Desembarco en Kennedy. Camino por largos pasillos un poco carcelarios, angostos, oscuros; de pronto un pasillo se divide en dos secciones angostas con letreros que avisan: los extranjeros deben ir por la derecha y los estadunidenses por la izquierda. De repente, de nuevo, todos juntos, medio confundidos, casi aplastados, al fondo una escalera mecánica, la fila vuelve a adelgazarse y los pasajeros se amontonan; se desemboca en más pasillos oscuros, angostos, más letreros; vuelve a estrecharse el pasillo y nos vemos obligados a detenernos y formar una fila interminable y caótica hasta caer de bruces en nuevas escaleras mecánicas, más pasillos, más escaleras, más letreros.
Quizá exagero, pienso, quizá es el cansancio, esta forma adocenada de turismo, esos aviones estrechísimos, esa comida plástica, esas películas edulcoradas, los mismos dutyfrees del aire. Estamos en la anhelada sala de migración: automáticamente, los pasajeros se colocan en dos filas; extranjeros por un lado, estadunidenses por el otro. Nada nuevo, en realidad sucede en todos los aeropuertos, pero esta vez me parece una ominosa ceremonia. La fila de extranjeros es enorme y avanza entre cordones sostenidos por postes metálicos como en los bancos, también es lo normal, pero he dado tantas vueltas que creo estar en un laberinto.
Llego a la ventanilla, me revisan los documentos, salgo a recoger mi equipaje. Afuera, otra cola larguísima para tomar un taxi. ``Giuliani ha puesto orden en Nueva York'', me dicen luego unos amigos y, efectivamente, antes de embarcarme un policía me da un papel con estrictas instrucciones: el precio de la dejada, el peaje de los puentes o de los túneles, para que los choferes paquistanos, haitianos o ucranianos no hagan de las suyas y exploten a los pobres viajeros que llegan tan vapuleados del avión.
``Ahora -me explican los mismos amigos-, se puede andar por la ciudad, hasta por Central Park de noche''. ``Los neoyorquinos prefieren trocar algunas de sus libertades cívicas por la seguridad''. Los demás comentan: ``El alcalde es un dictador''. Llego a mi hotel en la calle 58, entre la sexta y la séptima, entro a un cuarto bastante pequeño pero no excesivamente caro -si consideramos nuestros devaluados estándares- y decido avisar por teléfono que ya estoy allí. Una voz me advierte que debo comprar una tarjeta de teléfono; bajo, compro una revista y la famosa tarjeta. Trato de llamar desde la calle pero los teléfonos son tradicionales, se debe empezar marcando un número 800, y una voz responde: ``marque el número asignado'', después el del interlocutor y antes de que éste responda, otra voz avisa la cantidad de dólares y de minutos que nos quedan y, milagrosamente, cuando ya no la esperábamos, se oye de pronto la voz anhelada. ¡Hasta en México tenemos teléfonos de tarjetas, sencillos, prácticos!
Regreso al hotel, me instalo, enciendo la televisión y aparece Clinton o algo o alguien relacionado con él, su hija, su mujer, Monica Lewinsky, Paula Jones o Kenneth Starr, siempre sonriente. Cambio de canal y veo a un predicador negro que con grandes aspavientos y voz jazzosa llama a sus fieles a reflexionar y en lugar de utilizar ejemplos del evangelio recuerda la pecaminosa figura del presidente estadunidense; vuelvo a cambiar de canal y sale David Letterman con sus chistes de costumbre, amenizándolos con alusiones más o menos obscenas a Clinton; otro canal y un nuevo pastor metodista o presbiteriano de cualquier otro color que vocifera sus maldiciones contra el tan vituperado mandatario. Tanta monotonía me cansa, trato de conciliar el sueño para disfrutar al día siguiente de Nueva York, milagrosamente soleado y con magnífico clima.
Al día siguiente voy al cine a ver Slamafricanamericans- como se dice en el political correctness.
En el cine Lincoln Plaza un público mayoritario de negros se emociona con la película, grita, ríe, aplaude, gesticula, baila, haciendo que toda la sala se vuelva una extensión de la pantalla, ceremonia exaltante. Sesiones de poesía vociferada, nueva forma de protesta negra, poesía declamada con ritmo violento, monótono, entreverada de palabras obscenas con que los negros se adjudican todos los insultos tradicionales que parecería que ahora han sido expulsados del lenguaje cotidiano correcto. Intensos acercamientos, desenfoques de la cámara, actuaciones improvisadas y largos discursos poéticos escritos por el actor principal de la película, Saul Williams.