Pedro Miguel
Paz para Euskadi

La eterna polémica entre autodeterminación y unidad nacional deja de tener importancia para quienes tienen un proyectil de nueve milímetros alojado en la nuca. La naturaleza humana es frágil, y para que una discusión prospere, se desarrolle y pueda llegar a algún sitio, es necesario preservar la integridad física, la propia y la de los interlocutores. En cambio, reclamar la razón y lanzar consignas de victoria frente al cadáver tieso de un adversario es una forma de precipitarse a la nada y contagiarse con la suma indiferencia del derrotado.

Intuyo que, en alguna semana de este otoño, algo ha hecho que esas ideas empiecen a abrirse paso entre la maraña de inercias del conflicto vasco. Pareciera como si en Vitoria, en San Sebastián, en Bilbao y en los pueblos de cabras y bodegas que titilan en el mapa de Euskadi, estuviera horneándose un nuevo pan de perdón y sosiego. Hasta en Madrid, vociferante siempre, se perciben signos de clemencia, aunque sea de trasmano y con gesto de hastío burocrático.

No sé qué mecanismo ha empezado a funcionar primero y con más fuerza para mover estas esperanzas tenues: si la Declaración de Estella o la tregua de ETA o el hartazgo generalizado ante las muertes sin propósito (como todos los ajusticiamientos). No sé si en el inicio los políticos leyeron en la mirada de los policías el cansancio de la brutalidad, o si los asesinos han percibido, por fin, la desesperanza de la gente atrapada en medio de un conflicto a fin de cuentas frívolo (como todo conflicto en el que hay muertos inocentes), o si las elecciones apacibles del domingo, o si qué.

Hay un momento, inverso a éste, en el cual los estadistas confunden sus impulsos a la agresión con la justicia y en el que los patriotas clandestinos ya no se preocupan tanto por esconderse del ejército y la policía sino por escapar del acoso de su propio sentido común. Así sucedió en España y en el País Vasco español, como en tantas otras partes, y nadie sabe con certeza cuándo.

Ahora ya ocurrieron el dolor, las muertes y las vidas rotas, los exilios, los ajusticiamientos de ambos bandos, y el inicio preciso de las barbaries ha dejado de tener importancia. Ahora es necesario poner atención a ese aroma vago de paz que empezó a manar de los cónclaves políticos, de los comunicados de las catacumbas, de los memoranda oficiales o de la simple tierra de Euskadi.

No debiera ser relevante: la guerra es un mecanismo estúpido y perfecto, capaz de perpetuarse a sí mismo por la mera imposibilidad de definir a quién corresponde el mérito de la paz. Por eso prefiero pensar que el momento está llegando solo, sin que nadie lo invocara, atento nada más a la sangre vasca, brusca y tierna, que ya no quiere verse forzada a abandonar las venas y las arterias de nadie.