Los mil ángulos de la globalización conllevan algunas sorpresas inesperadas. Una de ellas ha causado regocijo en todas las latitudes: la aprehensión del genocida ex dictador Pinochet en una clínica de Londres.
El prepotente personaje puede alcanzar una pequeña porción de su merecido, si el juez Baltazar Garzón integra correctamente el expediente de extradición del nada augusto cuartelero. Lo que hoy por hoy en Chile es impensable en el marco del Estado nacional, es paradójicamente posible fuera de él gracias a una sociedad humana que se globaliza sin freno y sin retorno.
La globalización de la vida social explica por igual las manifestaciones multitudinarias en Francia, Costa Rica y Suiza a favor de la detención de uno de los asesinos más odiados del planeta, como las habidas en contra por la derecha de Miami, de Moscú o de Santiago. Dando paso a un mínimo de justicia, la globalización puede volverse un dique creciente contra la emergencia de otro vesánico Trucutú como éste, vuelto gobernante por la fuerza bruta y por ésta decidido a exterminar a quienes tuvieron la osadía de soñar con la justicia social: los ``marxistas'', diría con torpeza e ignorancia inefables el obtuso milico.
La globalización también es eso. Ha permitido el avance paulatino de la campaña civilizatoria de los europeos en pro de los derechos humanos a nivel planetario, y acaso permita al derecho hacer justicia ahí donde el compromiso y el empate políticos lo impiden.
Las reyertas callejeras que miramos hoy en Santiago, el reciente sondeo de opinión que partió por mitad a los santiaguinos entre pinochetistas y antipinochetistas, son muestra contundente de la división social profunda que el golpe militar y los posteriores actos criminales de Pinochet produjeron en Chile. Esa división se halla vigente, por más que por años las apariencias dejaban ver a una nueva sociedad chilena indiferente o distante del aplastamiento de La Moneda.
La división social sólo pudo trascenderse, preservando a la nación, por la inteligencia de la política; pero ésta trajo consigo, irremediablemente, una deliberación cuyo veredicto es en el fondo inadmisible para el derecho y para la justicia. Dejar impunes los crímenes militares, en las condiciones políticas concretas de Chile, quizá era lo único posible para el futuro de la sociedad en términos de real politik; además, probablemente nadie habría sido capaz de hacer efectivo el fallo de un juicio condenatorio contra militares y carabineros, pues poseen el monopolio de la fuerza.
Abierta la expectativa (y el temor) de que un mínimo de justicia se cumpla en la persona del ex dictador, la contradicción entre la conveniencia política para la sociedad en el corto plazo, y la justicia, es un desgarramiento entre los chilenos que hoy aflora con la fuerza de lo que ha ahí ha estado aunque reprimido, y que en primer lugar el pinochetismo creía extirpado. Pues no, no ha muerto y clama porque el proceso judicial puesto en marcha por Garzón llegue a sus últimas consecuencias.
La deliberación política, ahora se muestra, no podía ser definitiva, sino rigurosamente provisional. Su tiempo se agotó porque una liebre que se creía interfecta saltó vivaz de Alicante a Londres, y de ahí a todos los confines. Una nueva deliberación política quizá deban hacer los chilenos, y en ella tendría que haber más espacio para la justicia.
La antinomia entre la política y la justicia no pertenece, desde luego, al orden del misterio. Tiene una causa eficiente no difícil de advertir: la injusticia social. Ese es el origen. Ahí estuvo siempre el grave surtidor de los conflictos y ahí continúa.
La injusticia social produjo la acumulación histórica y la configuración política de la que emergiera el gobierno de Allende. La defensa de los privilegios inherentes a la injusticia social propulsó el golpe de Estado y los crímenes subsecuentes. La imposibilidad de sostener indefinidamente la dictadura llevó al compromiso político por la estabilidad y por el futuro; pero la política no podía borrar la historia.
Nota bene: el crimen de Acteal se perpetró hace diez meses y la justicia no llega: ¿la política contra la justicia?