Italia ha tenido su propia forma de la transición, si transición puede llamarse a un proceso de evolución de las instituciones estatales en cuyo término está la meta de que la ley sea en verdad igual para todos o, dicho en otras palabras, el fin de la impunidad y un Estado de derecho.
Desde la caída del fascismo al final de la Segunda Guerra Mundial, la república parlamentaria italiana tuvo un partido hegemónico en sus sucesivos gobiernos: la democracia cristiana. A partir de la división de Europa en dos zonas de influencia, la OTAN y el Pacto de Varsovia, Italia quedó dentro de la alianza atlántica. El poderoso Partido Comunista tuvo desde entonces vedado el acceso al gobierno. La regla no escrita era que la democracia cristiana podía formar diversas coaliciones de gobierno, pero en ningún caso incluir ministros comunistas. Esa regla contó con el apoyo del Vaticano, cuya influencia en la política italiana es un dato fuerte de la realidad.
Sobre ese condicionamiento y su propio caudal mayoritario de votos, la democracia cristiana construyó un aparato estatal en el que, por un lado, se fueron imponiendo las reglas del juego político democrático, la pluralidad de partidos y el respeto a las libertades y garantías, y por el otro, se ramificó el aparato del Estado, confundido en muchas partes con el de la democracia cristiana, en un vasto sistema clientelar cuyas raíces se nutrían de una difusa corrupción administrativa y de los lazos con la mafia, una de las formas tradicionales y poderosas del crimen organizado en Italia. Partes del sistema bancario y financiero operaban como vasos comunicantes entre el mundo de la política clientelar y los submundos de la corrupción y la mafia. Cuando en los 80 el Partido Socialista de Bettino Craxi se sumó al sistema hegemónico democristiano, absorbió como esponja esos usos y costumbres.
Pero al filo de los 90 el mundo bipolar desapareció con el derrumbe de la Unión Soviética y su Pacto de Varsovia. El Partido Comunista Italiano también se transformó en el Partido Democrático de la Izquierda y prosiguió a pasos acelerados una marcha hacia la socialdemocracia europea iniciada ya tiempo antes. La democracia cristiana tuvo un desplome paralelo al del mundo bipolar y sus políticos se reagruparon en diversas formaciones menores, aunque siempre influyentes. El Partido Socialista, su último gran aliado, se hundió y su jefe Bettino Craxi -y anterior primer ministro de la república- está exiliado en Túnez para escapar a las sentencias de cárcel por corrupción. La derecha se reagrupó en el Polo de la Libertad, dirigido por Silvio Berlusconi, magnate de la televisión también involucrado en juicios penales por corrupción.
De esos cambios nos habló en Roma Pietro Folena, miembro de la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados, para explicar la importancia que había tenido la existencia de un grupo de jueces independientes, resueltos a ir a fondo en los procesos contra la corrupción y contra la mafia, para que esa disgregación de un sistema de partido hegemónico se encaminara hacia una consolidación de las normas del Estado de derecho y no hacia una recomposición clientelar y mafiosa de la política.
Pietro Folena, después de explicar la colusión orgánica entre corrupción administrativa y crimen organizado, se refirió a la actividad difícil, durante años, de la judicatura independiente, en la cual cayeron, entre otros, en 1992, dos destacados jueces: Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, asesinados junto con sus escoltas en atentados terroristas de la mafia. Pero enumeró también los éxitos de aquella actividad y cómo había sido posible oponer una paulatina extensión del derecho civil -una ``civilización del derecho''- a las tentativas de responder al crimen y la corrupción con una extensión desmesurada del derecho penal y un simple aumento de las penas.
Coincidió aquí con la opinión escrita por el juez y actual diputado Luciano Violante: ``El aumento de las penas puede preocupar al delincuente ocasional, pero no al mafioso que ya ha hecho una opción permanente por el crimen. El mafioso sólo puede ser desincentivado si comprende que la relación costo-beneficio le es desfavorable. Por eso son necesarios la certidumbre de la pena y medios idóneos para paralizar su actividad, quitarle todas sus riquezas, arrestarlo, procesarlo y condenarlo''.
A aquella tendencia panpenalista, proveniente casi siempre de la derecha, la coalición de democráticos de izquierda opone la independencia de la justicia, el fin de la impunidad (o sea, la certidumbre de que cada pena será aplicada) y un sistema de valores contrario a la tradicional colusión entre política clientelar, corrupción y mafia. A eso llaman la Italia de los valores.
En cuatro los resumió nuestro interlocutor: 1) Legalidad: combate a la corrupción y las mafias, centrado en una judicatura autogobernada e independiente del poder político y en leyes idóneas. 2) Libertad: centralidad de la persona humana y sus derechos, respeto irrestricto a cada individuo, ampliación del ámbito civil y las instancias de conciliación previas al proceso judicial. 3) Responsabilidad: a cada poder y cada función les corresponde una responsabilidad y un sistema efectivo de sanciones de la irresponsabilidad. 4) Memoria: un país no puede reconciliarse consigo mismo borrando su pasado, sino haciendo cuentas claras con él, sabiendo qué pasó y por qué pasó, y recuperando para su futuro el patrimonio de su propia memoria.