Oriundos de China, ofrecerán una última función en el Metropólitan

Jaime Whaley Ť Los equilibrios del zen, la armoniosa conjunción entre cuerpo y mente, es lo que se despliega en el espectáculo de Los Monjes del Shaolín, que el domingo presentan su última función en el teatro Metropólitan, a las 16:00 horas.

Quizás como signo de los cambiantes y globalizadores tiempos, la mística de estos herederos de los antiguos guerreros chinos podrá ser atestiguada por primera vez por parte del público latinoamericano, en este caso particular, México, durante la gira que realizan por tercer año seguido fuera del vasto territorio de la antigua Catay.

Estos novicios, cuyas edades fluctúan entre los 5 y los 22 años, se presentan aquí traídos por Georg Hartmann, un empresario austriaco que también los llevará por otros ámbitos del continente en periplo que incluye estancias en Argentina, Chile, Perú, Brasil, Colombia y Venezuela y que se extenderá hasta el 9 de diciembre. En anteriores ocasiones han estado ya en Canadá y Estados Unidos.

El sostenerse sobre una punta metálica, con apoyo en el abdomen; doblarse como quesadilla o, aun más difícil, como papel en cuatro partes; hacer el cuatro y así sostenerse ( prueba rudísima como cualquier aficionado etílico lo ha podido constatar) o romper una pila de ladrillos inofensivamente sobre la espalda de un compañero, son hazañas que requieren de lo descrito al principio.

``La esencia del zen es darle a la mente fuerza, quietud y tranquilidad, como una roca'', explica Chen Zhong Jee, integrante de esta troupe procedente de la provincia de Henan, en el corazón de China, al pie de Song Shang, una montaña de sagrado significado para los practicantes del budismo. Cuenta la leyenda que hace mil 500 años se fundó ahí un templo en el que se veneraba a Ba Tuo, quien en vida se consagró a traducir los santos Sutras a la lengua china, con lo que se gestó una nueva forma de budismo. Otro monje, Ta Mo, desarrolló la técnica para estar sentado largos periodos --se habla de hasta 14 horas-- en estática meditación en una cueva. Para compensar la falta de movimiento, Mo practicaba una serie de ejercicios con su correspondiente técnica de respiración.

Asi nació, dicen, el kung fu, la matriz de lo que, con el tiempo, han sido todo el resto de las artes marciales y así se explica la armonía de la existencia. Quietud y movimiento, claridad y oscuridad, lo nuevo y lo viejo. Shi Xiao Hu, simpático pequeñín con tan sólo media década de años, y Shi Su Jiang, quien carga 86 calendarios, son los extremos de este grupo, digamos, del yan y el yin. Los monjes, como se apuntó, son diestros en sus eléctricos movimientos con espadas, varas de bambú y mariposas, un alambre flexible que manejan con pasmosa rapidez.

Sus adustas figuras (más semejan a niños de la calle, por su pelado a rape, que a personajes preñados de misticismo, comparación hecha sin ánimo de ofensa para ambas partes) disimulan su fuerza corporal. Dentro del monasterio les está prohibido comer carne, pero fuera, y por el desgaste físico que sufren, se alejan de esta prohibición. Su apetito es singular, como quedó demostrado el martes, cuando uno de los restauranteros del Barrio Chino, en la calle Dolores del Centro Histórico defeño, les ofreció opíparo banquete.

Los platillos del menú al público quedaron de lado y por la mesa desfilaron soperas con ricos caldos; platillos rebosantes de carne de carnero, pescado al vapor, cuajado de soya, el infaltable arroz, ensalada de apio, picantes dientes de ajo y uno que otro chilito toreado para rematar con melón y sandía, fruta, esta última, que fue literalmente devorada y culminó el suplicio del reportero con los tradicionales palitos, sustitutos de los occidentales cubiertos. Xie, Xie.