La frase se oye mucho por ahí: el mundo está loco, referida a la gente, pero también enloquece el mundo de las cosas.
Yo por ejemplo vi un vaso danzante
a mitad de la calle
vacío y desmayado, anhelante,
y no le encontré ninguna explicación.
Cerca, una coladera,
recia reja blindada y heroica,
salvaguardaba la suciedad
y emitía sonidos chillantes
rojo sangre, negro rata, blanco mortaja.
Y los postes de luz.
(Me gusta desconfiar
de los postes de luz.
Es mejor que no hacerlo).
También están locos.
Uno ni cuenta se da
de lo que se juega en esos cables.
Sus hermanos arbotantes
ululan de noche como trompetas luminosas
que tienen el alma hueca.
No sé si eso pruebe algo,
pero he visto navajas locas
asestarse sin motivo
y balas loquísimas,
venenos en movimiento,
garrotes negros desmoronarse, dementes
y en el fondo tristes.
He visto la apacible locura
de la ceniza que se acaricia
y los contoneos contentos
del humo bien fumado.
Bólidos y plomos
inconmensurables, diminutos,
abalorios espejeantes
y opacos terrones
capaces de originarlo todo.
He visto sillas
levantarse de sus asientos,
puertas que dicen compermiso,
botas telefónicas dispuestas a escuchar,
papeles hablando
y camas que vuelan, qué más.
Cosas que ninguna ley intercepta,
no parecen tener más sustancia
que la desobediencia.
Una desobediencia que está
en la naturaleza de las cosas.