La Jornada 24 de octubre de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Nomeolvides

Vaya donde vaya, nunca falta alguien que diga: ``Jamás me alcanza el tiempo para nada. Ojalá que los días tuvieran treinta horas''. Me da risa imaginar las deducciones de esas personas si supieran que de niña yo anhelaba lo contrario: quitarle dos horas a cada día, lograr que se borraran los minutos que van de las cuatro a las seis de la tarde.

Para hacerme las ilusiones de que conseguía mi absurdo anhelo desplegué toda clase de estrategias: desde improvisar, ayudada por sábanas y cobijas, una noche mínima, hasta poner la carátula del reloj contra la pared. También utilicé otros métodos en los que sometí a prueba mi resistencia física y mi capacidad de concentrarme.

Debe haber sido muy inquietante para la señorita Mireles fingir indiferencia cuando me encontraba sentada frente al reloj del pasillo. Se habría alarmado si le hubiera dicho que mi propósito era hipnotizar al artefacto para que sus manecillas saltaran de las cuatro a las seis, como un caballo que supera la grieta entre dos franjas de terreno. La señorita Mireles fue menos pasiva ante la más radical de mis estrategias: abrir el reloj del dormitorio y reventarle las cuerdas. Practiqué el método sólo una vez. Desistí ante la amenaza de que me enviaran a otro internado. En tal caso no me quedaría siquiera el consuelo de recorrer los salones y el patio donde estuvimos Abigaíl y yo.

II

Fue mi mejor amiga en el internado. Dos coincidencias nos hermanaron: teníamos un año tres meses cuando nos llevaron a vivir a La Esperanza y ambas éramos huérfanas de padre y madre. Muchas veces, mientras hacíamos algún trabajo doméstico, nos ayudábamos para rastrear en la memoria algún resquicio que nos permitiera entrever cómo habrían sido los primeros meses de nuestra vida. Los intentos inútiles se convirtieron en el estímulo que nos lanzó a construir un pasado. Si no era común, al menos, gracias a nuestra imaginación, coincidía en algunos puntos.

Nuestra labor comenzó el día en que cumplimos siete años. Era domingo. Como en todos los aniversarios, la señorita Mireles ordenó a nuestras compañeras mantenernos lejos del comedor a fin de que la celebración fuera una sorpresa. Mi amiga y yo fingimos el asombro de todas las festejadas al ver sobre la mesa el invariable pastel cubierto de betún blanco y salpicado de diminutos nomeolvides.

Ya que era día festivo nos autorizaron para quedarnos de cuatro a seis en el patio. Aquella tarde mi amiga me hizo una pregunta extraña: ``¿No crees que tú y yo nos conocíamos desde antes de que nos trajeran aquí?'' La idea me gustó pero no supe qué decir. En cambio, Abigaíl entró de lleno en el mundo de las posibilidades: ``¿Quién dice que tu madre y la mía no nos llevaban a pasear al mismo jardín? Es más, a lo mejor hasta nacimos en la misma maternidad''.

Jardín y maternidad fueron las dos palabras clave para que construyéramos una vida ficticia donde no cabían la pobreza ni la orfandad. Entre las dos hicimos el diseño de nuestras casas y el retrato imaginario de nuestros padres. Les conferimos rasgos precisos para diferenciarlos. Por ejemplo, a su madre le puse un mechón blanco y un lunarcito en la barbilla. En el invento desde luego influyeron las películas que habíamos visto en el cine de la parroquia: Mujercitas, Una gran dama, El valle de la abnegación, Brigadoon y Tres monedas en la fuente.

La ficción se convirtió en refugio contra los momentos en que nos sentíamos amenazadas; es decir, cuando alguna de nuestras compañeras se despedía y se iba a vivir con la pareja que encontraba en ella a la hija ideal. Para quienes nos quedábamos en La Esperanza, aquellos domingos eran muy tristes, porque nos devolvían la noción de abandono. A Abigaíl y a mí nos recordaban la posibilidad de que una de las dos fuese tomada en adopción. En tal caso, ¿qué sería de la otra?

Jamás nos planteamos la pregunta. Para desvanecerla, lo sé ahora, en los domingos infernales nos obstinábamos más que nunca en darle visos de realismo a nuestra vida imaginaria y fingíamos desde reuniones, en su casa o en la mía, hasta paseos en los que ambas íbamos custodiadas por mamá y papá. No construimos hermanos ni abuelos. Eramos únicamente nosotras, crecíamos al mismo ritmo y nos pare- cíamos cada vez más. Llegamos a imaginarnos idénticas pese a que en la realidad éramos todo lo contrario: Abigaíl, blanca y de cabello claro; yo, morena con pelo de un café desvelado.

III

Pensar en esto me remite a la única experiencia realmente dolorosa que teníamos en el asilo: la separación de la compañera que iba a formar parte de una familia. Había momentos peores que el de la despedida: aquellos en que la señorita Mireles ordenaba que nos arregláramos porque íbamos a tener una entrevista.

Todas nos presentábamos en el auditorio en que nos esperaba la pareja ansiosa de encontrar entre nosotros a la hija que ya no estaba o jamás había nacido. Mi amiga y yo nos sentíamos a salvo de ser elegidas porque los matrimonios deseaban niñas menores que nosotras. De todas formas nos agrandábamos adoptando gestos poco amables.

IV

Abigaíl y yo íbamos a cumplir nueve años cuando se presentó en La Esperanza un matrimonio interesado en adoptarla. Veían en ella la copia de la hija fallecida tiempo atrás, según explicó la señora Méndez con lágrimas en los ojos. Después le preguntó a Abigaíl si le gustaría irse a vivir con ella y con su esposo. Respondió contundente: ``No'', y se aferró a mi mano.El gesto era una explicación clara de su rechazo, pero la señora Méndez lo vio como otro medio para conquistar a Abigaíl: ``En las vacaciones tu amiguita podría ir a visitarte a Veracruz''.

En aquel proyecto vi la copia de otro imaginado por nosotras. Eso me inquietó mucho menos que advertir en la señora Méndez un mechoncito blanco y un lunar en la barbilla. Recé porque Abigaíl no lo hubiera notado. Comprendí mi error cuando, antes de dormirnos, me dijo: ``Mamá prometió que en las vacaciones irías a Veracruz''. Esa noche algo oscuro perturbó mi sueño.

V

Los trámites de adopción se prolongaron varias semanas. Durante las primeras Abigaíl y yo nos aferramos a nuestra vida imaginaria. No aludimos a los papás y las mamás. Reconstruimos las casas y redecoramos los cuartos. En su dormitorio puse el óleo de un paisaje marino.

Cuando se lo describí, Abigaíl insistió en que lo borrara. Protesté ante lo que me parecía un desaire y mi amiga accedió con los ojos cerrados: ``No te enojes, el cuadro se ve muy bonito. Déjalo allí''.

Después de aquel día evitamos aludir a nuestra vida imaginaria: se fue velando ante la luz de su próxima partida. Ocurrió precisamente el domingo de nuestro cumpleaños. Tuvimos una celebración en la que participaron los papás de Abigaíl. Lo demás fue igual, incluidos el pastel blanco adornado de diminutos nomeolvides y las bromas a las puertas de La Esperanza. Allí, mi amiga suplicó: ``No me olvides'', y prometió que me escribiría desde Veracruz.

Sin contestarle volví al comedor. En la mesa descubrí el plato donde Abigaíl había dejado un trozo de pastel. Lo comí sin disfrutarlo. Luego salí al patio, decidida a esconderme en mi casa imaginaria. No logré reconstruirla y quedé sola ante mi realidad. En ella reapareció Abigaíl por última vez la tarde en que, a las cuatro, nos avisaron de su muerte en el mar cuando sus padres adoptivos la llevaron a conocer la playa de Veracruz.