Una existencia virtual, hecha totalmente de imágenes, apreciada por millones de televidentes en lo que semeja una gran experiencia de voyeurismo colectivo. En la cinta más reciente de Peter Weir, todo el mundo adora a Truman Burbank (Jim Carrey), su vida prestada, sus amores imposibles, sus gesticulaciones matinales frente al espejo, los rituales cotidianos que se transforman en festín multitudinario. El director juega constantemente con las claves del misterio Truman, aprovecha la habilidad de Carrey, el actor simpático, insoportable, mentiroso, para crear a partir del personaje popular una figura casi fantástica, con enorme poder de simulación, con la destreza suficiente para desdoblar y multiplicar las apariencias al infinito. Weir consigue así engatusar al espectador y hacerlo participar en el juego de realidad prefabricada y emociones virtuales que es el Mundo de Truman.
Truman show es una sátira de la sociedad del espectáculo y del consumo, el microcosmos casi disneyano de la sociedad estadunidense, una clase media reflejada en un medio cercano al entorno de Pee Wee Herman, con la vida en los suburbios y en los centros comerciales que con tanto tino han descrito anteriormente John Waters y Tim Burton.
Elegir a Jim Carrey para interpretar a Truman como versión desenfrenada del estadunidense medio, fue una decisión afortunada. El encarna con excelencia al hombre marioneta, constantemente manipulado y vigilado por Christophe (Ed Harris), creador del exitosísimo programa de televisión que lo tiene como estrella, ubicado en ese enorme set que es Seahaven, el Edén insular donde el joven es un apacible vendedor de seguros. Una existencia protegida, aséptica, libre de todos los peligros. La computadora de Christophe lo controla todo, desde los movimientos de Truman hasta las condiciones meteorológicas que intentan someterlo en su primer intento de rebeldía. A los delirios verbales del guión de Andrew Nicol los acompaña el trabajo ingenioso del camarógrafo Peter Biziou, con sus efectos especiales y sus composiciones digitales ingeniosas, así como la música de Burkhard Dallwitz y de Philip Glass, la cual contribuye también a crear la atmósfera irreal en la que vive Truman Burbank, el personaje tragicómico extraviado en una Dimensión Desconocida.
Lo que en un momento semeja una ficción orwelliana, con Christophe como variante del Big Brother de 1984, o una pesadilla kafkiana, se vuelve crónica desencantada del estilo de vida estadunidense. Peter Weir ubica este Trumanland en el estado de Florida, el lugar donde la ficción y la realidad se confunden y autoanulan, donde cada calle y cada playa semejan una prolongación de un parque de diversiones, tipo Orlando, con intensidades simuladas y una pasmosa uniformidad en su diseño urbano. En este territorio de las paradojas y las emociones programadas, Truman Burbank se vuelve el hombre ideal, el ciudadano perfecto, con su ropa impecable, perfectamente combinada, y sus rutinas inalterables, y su manera de saludar cada mañana a sus vecinos con letanías irremplazables y sonrisas congeladas. Peter Weir sabe que el efecto de esta caricatura será cómico, pero también escalofriante. Incluso, juega el director, de manera muy irónica, con el nombre del personaje. Jim Carrey, célebre por sus caracterizaciones en películas como La mascara y Mentiroso --fantasías de la simulación y el engaño--, es aquí Truman (que en inglés significa, al menos fonéticamente, hombre verdadero).
Truman show es también una fábula de la orfandad, de la búsqueda de una identidad propia, disminuida desde la experiencia traumatizante de la (supuesta) pérdida del padre, disminuida todavía más por la frustración sentimental y por la rutina laboral. Truman Burbank vive la creciente angustia de sentirse ajeno a un mundo desde siempre reconocible en sus mínimos detalles, arrojado súbitamente a una condición marginal que exacerba su sentimiento de vulnerabilidad y su paranoia. Hay en esta comedia ecos del tipo de temores y fantasías colectivas que el cine estadunidense ha manejado desde la época de la guerra fría, o de la amenaza nuclear de los cincuenta, hasta la exposición de la vida íntima en Network, de Sidney Lumet, o la cancelación de la individualidad en la ficción futurista de Días extraños. El espectáculo absurdo que día a día alimenta la televisión estadunidense a partir de la vida privada del presidente Clinton es muestra elocuente de que el comentario satírico de Truman show es hoy más oportuno que nunca.