Olga Harmony
Moliére

Resulta un formidable texto éste que es posiblemente el de la madurez de una dramaturga que vierte en él muchas de sus preocupaciones temáticas y lo reviste de todo su talento, sin escatimar ese doble juego del ingenio y el aliento poético que lo convierte en una obra mayor de cualquier repertorio. Yo lo subtitularía Moliére o la defensa del placer, porque en ese contraste entre comedia y tragedia que es el propósito confeso de la autora existe un indudable acento no sólo en la risa (cuyo espíritu, según el cuadro de Benjamín Domínguez, campea como ángel en monociclo por todo el escenario), sino en el combate a la estrechez de criterio con que algunos sectores eclesiásticos juzgan todo placer vital. ¡Qué importa que Molire no sea como Sabinna Berman lo presenta!, o que Racine no haya sido el instrumento exacto de ese obispo tartufiano que desea imponer en la corte de Luis XIV una sombría austeridad que, ciertamente, sí marcó el final de su reinado. Si los hechos no fueron así, podemos afirmar, con un personaje de la obra, que ``el arte ha de mostrar la vida como debería ser, no como es'', sacando la frase de contexto y dándole un sentido contrario al de la autora.

Al severo espíritu jansenista de Racine le corresponde ceder a la cortesanía convirtiéndose en historiógrafo de la corte no sin protestar porque se sabe más grande que el Rey Sol, ya que ``escribo árbol y nace un bosque'' en una de las muchas bellas frases del original. Berman, que hizo una investigación muy puntual, utiliza este hecho cierto para darle el cariz de renuncia a la propia obra en aras de una bienquistarse con el soberano. La inquietud que la autora manifiesta en varias de sus obras acerca de la relación entre los intelectuales y el poder, también se hace presente. Y si Moliére aquí se convierte en el espíritu libre y gozoso que enmascara sus propios dolores físicos y anímicas (``¿Qué piensa su médico de esa falta de aliento?'' le pregunta La Fontaine al verlo fatigarse. Moliére responde: ``Que soy un poeta menor'') de igual manera la autora enmascara en una sonrisa el tratamiento de temas tan graves como son las posturas ante la vida, hasta ahora irreconciliables. ``El silencio es la risa de Dios'', termina por decir un Moliére exasperado.

El juego de ensayo-realidad en un par de ocasiones sirve para mostrar lo que de autobiográfico tienen las obras molierescas según algunos críticos y la mirada irónica con la que el comediógrafo supo ver los vicios de su época; esto resalta con realidad-representación en el caso de Tartufo. El boato de una corte cuya etiqueta era una de las mayores satisfacciones del rey que la impuso, se da con unos cuentos detalles. Esto sirve a Antonio Serrano para utilizar su extraordinaria capacidad en el uso de los espacios. Con una escenografía de Gabriel Pascal que invierte el teatro Julio Castillo, dándole una profundidad inusitada, y mediante teletas y carros que se usan en determinados momentos, la aparente sobriedad de los medios espaciales contrasta con el lujoso vestuario diseñado por Carlos Roces y con la música en vivo cuyo autor es Hernán del Riego, quien también interpreta a Lully. La cabina de mandos, allá atrás, viene a ser un espacio iluminado; en un momento dado, se ve al rey acoger a Moliére y Racine, doblados por otros actores, mientras estos personajes entran a escena, Las escaleras del butaquerío se enlazan con las del escenario y los planos casi cinematográficos que se logran enriquecen todavía más esta propuesta.

Héctor Ortega en su tragicómico Moliére ofrece una actuación muy superior a otras que se le habían visto últimamente: se advierte que encarnó con amor a su personaje. En verdad espléndido es el Racine de Mario Iván Martínez, quien lo dota de todos los matices que el papel requiere. Diego Luna, como el rey, logra el cambio de actitud que la autora da en una sola escena, por ello mismo muy riesgosa, que lo convertirá en el monarca absolutista -libre de preceptores y regencias- con que lo conocerá la historia. El reparto es muy largo y cada actor cumple a cabalidad su cometido en este espectáculo en el que las licencias permitidas, como muchos mexicanismos, no están reñidos con un extremo rigor teatral.

Sé que es casi imposible, pero no puedo menos que externar el deseo de que este montaje tuviera más representaciones. A cambio, creo que se me concederán dos cosas. Una, conocer publicado este texto que me entusiasmó profundamente. La otra, que el buen principio de Argos como productora teatral, bajo la dirección de Enrique Singer, continúe ofreciendo coproducciones de pareja calidad, ya sea con el INBA o con otras instancias. O, que de hacerlo como productora única nos proporcione las escenificaciones que se espera con Singer como garante.