Por mi parte, doy la bienvenida a la valiente iniciativa de renovar la Plaza de la Constitución capitalina. Para emprenderla, no era necesario recurrir a la consulta popular, como se hizo: sostendré siempre que la mayoría de votos no tiene nada que ver con la cultura (y la imagen de sus ciudades es una manifestación central de cualquier cultura), y que si el arte se decidiera por consenso estaríamos como en el primer día de la creación. Pero sea como sea, esa consulta otorgó a la autoridad fortaleza para romper los fetiches y tabúes en los que ciertos sitios ``sagrados'' suelen convertirse.
Son muchos (y algunos muy notables) los arquitectos que han soñado propuestas para nuestra plaza mayor, desde que el regente Uruchurtu la dejó en su estado actual. Esto revela que, para ellos, su imagen era insatisfactoria, como sin duda lo es. Pero el que el Zócalo sea mejorable no significa que actualmente carezca de valores. A mí, por lo menos, me gusta realmente, y pienso que tiene una fortaleza, un carácter y una singularidad que lo vuelven memorable, y que debemos preservar a toda costa.
A reserva de lo que opinen los especialistas, creo que la oportunidad de las obras futuras debe ser aprovechada para efectuar, en toda la zona, una prospección arqueológica que eventualmente desemboque en exploraciones pun- tuales y rescates concretos: la mítica ``piedra pintada'' debe estar por allí, y seguramente se encontrarán piezas y datos de enorme valor. Desde luego, no pienso en dejar a la luz ruina alguna ni en excavaciones permanentes, que interferirían con la función y destruirían la unidad del sitio, además de darle el tiro de gracia a la precaria estabilidad de la catedral y el Palacio Nacional. Explorar, rescatar y volver a cubrir; tal vez no tengamos otra oportunidad en generaciones.
Ante el concurso de proyectos al que se piensa convocar, hay dos puntos que, en mi opinión, deben ser resueltos de antemano y entregados a los participantes como insumos, como programa de la obra, y no dejarlo a la decisión de cada quién. El primero es la vialidad vehicular: las calles que rodean el cuadrángulo han sido cerradas y abiertas siempre a capricho. Desde mi punto de vista, la escuadra del frente de la catedral y del palacio debe desaparecer como tránsito público, e integrarse totalmente a la plaza, mientras que en los otros dos lados las arterias deben ser retrazadas, redimensionadas y rediseñadas; pero que lo decidan los expertos.
El segundo punto es el uso del área. Obviamente no todas las plazas sirven para lo mismo, y menos ésta, que es única por muchos conceptos: aquí debe darse una reflexión seria sobre la vocación natural del Zócalo. Su primera función, intocable, es la de albergar multitudes; la segunda, la de ser tránsito peatonal en todas direcciones: nada deberá obstaculizarlas. Pero otras posibles vocaciones están por discutirse: ¿Debe el Zócalo ser también un lugar de estancia? De ser afirmativa la respuesta, será tarea de los proyectistas el determinar en qué zonas y qué medios usan para propiciarla, incluyendo siempre, claro está, los espacios entre la catedral y el Templo Mayor, y entre el edificio del gobierno del Distrito Federal y el de la Suprema Corte, que son prolongaciones y deben considerarse parte del conjunto.
(Es claro para mí que, aunque defiendo que el comercio ambulante debe ser ordenado y regularizado, pero no retirado del Centro Histórico, ninguno de estos espacios debe ser para él).
La más grande riqueza de la Plaza de la Constitución es su espacio mismo. No me refiero sólo a su dimensión magnífica, sino a la relación entre ella y la altura y características de su envolvente, los edificios en torno: en este aspecto, el Zócalo es uno de los mejores espacios urbanos del mundo. Aquí entramos a una de las consideraciones centralísimas para cualquier proyecto futuro: el carácter simbólico del sitio. El Zócalo no es una plaza más, sino el ombligo de la ciudad que es ombligo del país. Parte de este carácter simbólico reside en el diálogo visual entre el Palacio Nacional, la catedral, los edificios del gobierno de la ciudad, e incluso el de la Corte. Este diálogo no debe ser interferido ni alterado en forma alguna.
Y siguiendo con el símbolo, un mérito enorme del estado actual del Zócalo es que transmite, indiscutiblemente, una sensación de dignidad, de nobleza, de estabilidad, de solidez y de permanencia, calificativos que todos quisiéramos para el país que allí se reconcentra. Cualquiera que sea el nuevo proyecto deberá conservar, con la más alta calidad arquitectónica, esta esencialidad y esta reciedumbre, evitando cualquier trivialidad decorativa o demagógica, y cualquier anacronismo.
Me alegro, pues, de que la Plaza de la Constitución vaya a ser mejorada. Aunque en general mantengo un gran escepticismo al respecto, me alegro también de que el proyecto vaya a ser sometido a concurso. Creo que de él podrá surgir un trozo del corazón gallardo, compartido y fuerte que, más allá de la retórica, tanto le urge al país.