No deberían, se me ocurre pensar, dedicarse las notas periodísticas. Es demasiado pequeña la ocasión para homenajes que merecen a menudo ofrendas mayores. Pero ¿cómo evitar un agradecimiento de todo corazón a Tony Blair y a la justicia española? Que la globalización asuma, de vez en cuando, vestiduras morales, permite mirar al futuro con menores angustias. Que los asesinos de Estado paguen sus delitos hace el planeta más respirable. Punto y aparte.
El problema, para decirlo de alguna manera, es éste: ¿cómo dejar que la economía de Estados Unidos se deslice hacia un inevitable ciclo recesivo sin que esto arrastre el mundo hacia una depresión sin control? Crecimiento acelerado y recesión hacen parte del orden de las cosas en una realidad capitalista.
Pero en un contexto global tan frágil como el actual, una caída brusca del nivel de la actividad económica de Estados Unidos, mientras Japón aún no sale de su recesión, podría tener consecuencias graves sobre la solvencia de las estructuras bancarias de muchos países. Y sobre el nivel de vida de millones de individuos por un tiempo impredeciblemente prolongado. De ahí que resulte tan asombroso que algunos --operadores económicos y gobiernos-- sigan tejiendo loas a la sabiduría natural de los mercados, cuando el hecho concreto es que lo único que en la actualidad nos separa de un desastre económico mundial es la capacidad de los Estados para tomar decisiones correctas.
En los últimos días ocurrieron, afortunadamente, tres de ellas que si no conjuran los riesgos a mediano plazo por lo menos rompen con ese clima de impotencia que comenzaba a extenderse en distintos ámbitos y conducía a ver la recesión mundial como un destino virtualmente ineludible. La ulterior reducción de los tipos oficiales de interés en Estados Unidos; la decisión del Congreso estadunidense de transferir al Fondo Monetario Internacional 18 mil millones de dólares y, por último, la aprobación japonesa de un plan de rescate de su sistema bancario.
Era necesario, para Japón, aprobar un plan creíble de rescate de un sistema bancario a punto de ahogarse en un mar de créditos inexigibles. Y era necesario dotar al Fondo Monetario Internacional de una mayor capacidad de intervención a sostén de economías en situación crítica. Y sin embargo hay que evitar júbilos excesivos.
Como diría Brecht, el vientre que produjo el monstruo sigue fecundo. La reconstrucción de algo que se parezca a un orden monetario y financiero internacional nos sigue esperando desde hace ya 25 años. Desde cuando el sistema de Bretton Woods se cuarteó con la introducción de los cambios flexibles entre las monedas mundiales. Desde entonces no ha habido ni un intento de reconstruir una arquitectura global capaz de proponerse los dos objetivos inevitablemente centrales: crecimiento y estabilidad global. Por el momento, tal vez, se ha evitado que el entero edificio se viniera abajo. Pero ahora queda el problema de pensar en las obras mayores de restauración. Y en este contexto toda retórica sobre la sabiduría silenciosa de los mercados es un acto de inconsciencia que aleja la percepción de una tarea ineludible.
El próximo libro de George Soros, que saldrá en unas tres semanas, se llamará La crisis del capitalismo global. Y dejando a un lado el catastrofismo mesiánico que embarga al financiero de origen húngaro mientras se dedica a enriquecerse hundiendo la libra esterlina o acelerando la crisis financiera de Malasia, el hecho sustantivo es que tiene razón cuando sostiene que los defensores a ultranza del mercado han vuelto el sistema capitalista mundial inseguro e insostenible en el largo plazo.
La globalización no es el aliento del progreso sobre los pueblos del mundo, como algunos creen en una mezcla de ingenuidad y cinismo, es simplemente un gigantesco proceso histórico que requiere ser regulado prudente e inteligentemente. A menos que se quiera correr el riesgo que sus beneficios sean enterrados bajo una montaña de escombros con dos efectos indeseables: ampliar la geografía de la miseria mundial y hacer renacer nacionalismos agresivos. Reducir las tasas de interés está bien para evitar desastres inminentes pero ahí no termina la acción necesaria.
El mundo requiere una conferencia económica mundial para enfrentar tres problemas que la política monetaria ni resuelve ni puede resolver: el cambio en los estilos del desarrollo y de consumo en los países avanzados; nuevas formas de cooperación económica internacional para favorecer el crecimiento de los países del tercer mundo y, obviamente, una reconstrucción del sistema monetario internacional. Cuanto antes nos acerquemos a estos terrenos tanto menores serán los riesgos de desastres económicos, financieros, ecológicos o políticos que una globalización salvaje acarrea en la ola de mercados de capitales rebosantes de ganancias insostenibles en el largo plazo.