La Jornada 19 de octubre de 1998

Santa Sabina en la Alhóndiga de Granaditas, concierto desde abajo

Arturo Jiménez, enviado, Guanajuato, Gto., 18 de octubre Después de ocho años, Santa Sabina regresó al Cervantino para abarrotar la Alhóndiga de Granaditas y calles aledañas en un concierto in crecendo, realmente desde mero abajo, casi desde la abulia.

Los ánimos comenzaron frescos con Agua, La risa de Dios y Miedo, pero a medio concierto el público, ya encendido, no opuso resistencia y cedió ante la voz y los movimientos moriscos de Rita Guerrero, quien con sus ritos encantó a sus seguidores y los sacudió con Mirrota.

Ya antes, la magia diáfana y oscura del grupo Santa Sabina había comenzado a secuestrar las conciencias intranquilas de sus fans. Ya Rita bailaba con más soltura, ya usaba el micrófono inalámbrico, ya se paralizaba y arqueaba hacia atrás ondulando sólo sus brazos redondos como la palabra Roma (Tomás Segovia).

En la mirada encendida de Rita, en sus pupilas dilatadas mientras veía de frente a sus huestes, jalándolos con una cuerda invisible, podía adivinarse la fascinación por la fascinación despertada. ``¡Rita, Rita!'', la invocaban.

Santa Sabina tocó más de veinte rolas de sus tres álbumes y dos nuevas de su próximo disco, que saldrá en 1999, Duerme amor y Ojalá fuera tu voz.

En esta ocasión Santa Sabina se presentó con los músicos invitados Rodrigo Garibay (clarinete y saxofón) y Pablo Lach (batería), quienes se sumaron a Juan Sebastián Lach (piano), Alfonso Figueroa (bajo) y Alejandro Otaola (guitarra). Al final Diego Dieos en la voz y Selmo en la batería, de los grupos Masacre 97 y La Nao, se echaron un palomazo.

Ya en confianza, Santa Sabina regaló y aventó alcatraces como prólogo a El ángel. Y entonces un condón inició sus clásicos vuelos entre los chavos de las primeras filas.

Eran ya las 9:15 de la noche y el concierto llevaba una hora cuando todo parecía acabar. Los ``¡culeros!'' no se hicieron esperar y sólo fueron acallados, de tajo, por la contundencia de respuestas. Entonces la locura se renovó y disparó sin control. Ya febril, Rita bailó y hasta lo hizo muy bien, y ella, tan distante siempre, paseó su belleza a tan sólo un metro de los fotógrafos.

Después, en un escandaloso silencio (quizá la locura sólo es rebasada por el éxtasis), La garra, y todos cantaban, y Chicles, y todos cantaban aún más. La energía se desbordaba de la plaza y llegaba sin duda hasta los túneles de la ciudad.

Parecía que Rita se retiraba, que era el fin de esa cautivación tan afanosamente generada desde la indiferencia, pero la esperanza resurgió entre esa gente generosa con esa música, con esa mujer, con esos grititos melódicos y misteriosos, y con ese bajo tocado de modo duro, seco, como de jazz latino. Un sax se sumó (o mejor: se multiplicó) y dio entrada precisa a Palomazo.

Sólo los policías y sus escudos de acrílico daban la espalda, indiferentes. Y Rita resurgía del escenario y reivindicaba todo lo bueno mientras presentaba a sus músicos y mientras alguien gritaba ``¡Arriba Chiapas!'', y otro alguien veneraba a la cantante.

Fue una noche de dos o tres finales, porque entonces, ya todo en caótico orden, sintonizados, Rita regaló y se regaló Nos queremos morir. Y luego: ``Puedo subir, puedo tener, puedo pensar pero saber jamás'', o sea, Azul casi morado, que como buena clásica no podía faltar.

Con esa rola, Rita dijo ``gracias'' y entonces pudo irse en paz y tranquila, sin cargos de conciencia. Luego sus músicos y sus invitados, embozados, dieron cuenta de cumbias y raps prozapatistas. Fue un buen final.