La Jornada Semanal, 18 de octubre de 1998



Fabrizio Mejía Madrid

crónica

La canción de Arizmendi

En el siglo pasado, Manuel Payno nos contó que el jefe oculto de Los Bandidos de Río Frío era el Jefe de Policía de la ciudad capital, el prepotente y pachanguero Coronel Relumbrón. El estado de Morelos ha demostrado que somos pavorosamente fieles a nuestra tradición literaria. Fabrizio Mejía Madrid nos habla en este ensayo de otros ``hombres de éxito''.

Somos más malos hoy que hace veinte años? ¿Los homicidas y secuestradores del siglo XIX eran más compasivos que los de ahora? ¿Nuestras sociedades tienen mayor tolerancia a las visiones de la tortura, la masacre, la impiedad, que la que tenían hace cien años? No creo ser el único que se hizo estas preguntas mientras los locutores de televisión entrevistaban a Daniel Arizmendi, el secuestrador que cortaba las orejas de sus rehenes como forma de presión a los familiares:

``-¿Le emocionaba cortar orejas?

'' -No, era normal para mí. Tenía que llegar a un terror, a mortificarlos.''

Si el mal consiste en infligir dolor y sufrimiento intencionalmente en otros, el mal radical es hacerlo como parte de una repetición mecánica donde el otro es borrado por el procedimiento de una crueldad casi frívola. En el mal radical no hay dudas, ni motivo de arrepentimiento: es, simplemente, algo que se activa, como se encendieron los hornos del hitlerismo:

``-¿Qué le puedes decir a la gente a la que agrediste, a los que les cortaste las orejas, a los familiares de los que asesinaste?

''-No me nace decirles nada. Sería pura hipocresía.''

No se trata ya del simple aumento de la violencia que podría combatirse con un aumento proporcional de las formas de vigilancia. Existe ahora un cambio de calidad en la forma en que se ejerce la brutalidad: hay saña y cinismo, ánimos revanchistas, demostraciones innecesarias de poder frente a víctimas indefensas, lenguaje de policía política en labios de asaltantes que han tratado demasiado tiempo con policías y políticos. No es el horror la esencia de ese mal radical sino la idea de que el crimen es una posibilidadÊde las libertades, en estos años de crisis de las formas de la libertad.

La sangre en privado

Quizá haya habido un ``golpe de estado'' en cada una de nuestras casas (cada marido que golpea a su mujer y a sus hijos es Díaz Ordaz). Quizá se ha operado una difusión social de las formas de represión que antes fueran dominio exclusivo del Estado (cada asaltante y secuestrador es un torturador de la DFS). Quizá las presiones de la crisis también se desincorporaron y se aguantan detrás de las puertas de los departamentos de interés social (cada reclamo por no traer suficiente gasto a la casa se responde con un gancho al hígado). ¿Exagero? No se necesita ser un visionario para ver signos de ello en la multiplicación de los casos de violencia intrafamiliar -de 9 mil casos denunciados en 1989 a casi 20 mil en 1996, sólo en la ciudad de México- o en la triplicación de las violaciones sexuales de 1996 a 1998. Si existe algún rasgo del fin de régimen es el paso de las formas de coacción y control corporativo a la privatización de las coacciones. Del desorden autoritario (siempre negociando la no aplicación de la ley) no ha surgido un orden democrático (con su reparto de crueldad menos discrecional y más legal), sino una fragmentación de distintos grupos que ejercen su poder coactivo sobre gobernadores, individuos que, en casa, retoman la manera autoritaria que el Estado usó. Todos los métodos y los signos del poder estatal se han desincorporado al ritmo de las empresas paraestatales. Los pequeños intimidadores viven cada uno un país en el que el Estado ya no sólo no quiere, sino que ahora tampoco puede entrar. En esos pequeños países las funciones represivas corren a cargo de los antiguos miembros del Estado hoy mínimo, y alguien más se hace cargo de los impuestos:

``-A Alejandra, la de los camiones, le corté dos orejas. Agarran y me dicen que tiene como 80 camiones, acaba de comprar 15 de la empresa El çguila, que en ese tiempo valían como un millón de pesos y los pagó al contado. Entonces cuatro millones, imagínate. Para alguien que compró 15 camiones de un millón cada uno, le pides cuatro millones y prácticamente no lo afectas.''

Aunque suene obvio, hay que repetir que, en privado, la coacción obedece a reglas privadas, donde el secuestrador puede verse a sí mismo como un ``líder emprendedor'' y las ganancias y las utilidades pueden ser invocadas como fin que justifica todos los medios:

``-He tenido suerte de que la gente crea en mí. Y cuando invito a alguien a trabajar, cree en mí; me creen cuando les digo que se va a hace algo y que se puede lograr lo que se planea. Si eso es ser líder, creo que lo soy.''

Por ello, al contrario de la opinión de que Arizmendi es un producto de la violencia como contagio (las distintas violencias, la de Chiapas y la de Lomas Taurinas serían, en esta visión, la inoculación de una enfermedad degeneratoria), vale más la pena pensarlo como un indicador de una crisis cultural y moral profunda, el cruce de dos ideas de la vida en el mercado neoliberal: que utilizar a los demás en beneficio propio no es malo; y que el otro no es nada, no existe sino como medio, sus orejas son sacos de billetes, sus llantos por teléfono un método de presión en una negociación comercial. Más que un lector de Marcos, Arizmendi es un seguidor de Miguel çngel Cornejo. Su libertad es la persecución de un solo fin -tener éxito- y su canción es la del padre de familia luchando por ``realizarse''. En él, el mal radical es una posibilidad de la libertad en el mercado.

``-El dinero nunca me emocionó, ver una cantidad grande, que me dieran 10, 20 millones, nunca me emocionó. Me emocionaba más ir a la hora en que se iba a secuestrar a la persona, a la hora en que se iba a cobrar. Ese era un miedo emocionante.''

Si Arizmendi fuera una eventualidad y no un regimiento por todo el país, no encontraríamos relaciones entre las emociones de un especulador de la bolsa y los secuestradores. La ``verdad'' de los apetitos, de los deseos siempre insatisfechos, encuentra su salida, en medio de una crisis sin término imaginable, en la caída en el egoísmo más rudimentario. El egoísmo no es sólo un vicio de los países desarrollados. Según una encuesta entre 20 países realizada por G. Hofstede (Cultures and Organizations, Mc Graw Hill, 1991), México, junto con Bélgica, es una cultura orientada al logro individual, con fuertes tendencias a resolver los conflictos en un grupo por medio de la fuerza de uno, y no por la vía de la mediación entre varias posturas. Y esa resolución, casi siempre artera en beneficio propio, es el origen de la emoción que sienten los Arizmendis del mundo.

El triunfo del analfabeta

¿Cómo se producen los Arizmendis? ¿Qué malestar existe en la cultura para que un sujeto llegue a cortar orejas sin remordimientos? ¿Por qué en uno de cada tres asaltos en la ciudad de México el delincuente utiliza gratuitamente la violencia contra víctimas que no oponen ningún tipo de resistencia? En el caso Arizmendi la ``crisis de los valores'' invocada por la jerarquía católica no opera: el secuestrador se declara creyente y supone que Dios lo perdonará, ``porque perdona a todos''; su red tiene una base familiar que abarca a hermanos, primos, y esposas -donde Nosotros los pobres no cambia de estatus cuando se transfigura en Nosotros los cómplices-; y concibe su ``profesión'' como llena de obstáculos que hay que sortear con esfuerzo. Los ``valores'' están en él salvaguardados, aunque de una forma extraña: Dios, la familia, y el trabajo sacrificado.

Arizmendi resulta entonces una producción de un desorden de otro tipo: la posibilidad de que un ex-robacoches de 40 años, con estudios de primaria, pueda hacer una fortuna en dólares (el día de su captura llevaba cinco millones de pesos y 500 mil dólares ``para gastos personales''), cobijado por una amplia cadena de impunidades. Es la riqueza ilegítima la distorsión de los años en que Arizmendi operó (1993-1998): de las privatizaciones tenebrosas, a los banqueros del Fobaproa, al financiamiento de campañas electorales con dinero caliente, a los productos robados del ambulantaje. Hay en esa distorsión de las oportunidades un desdén por la educación como factor del logro, un cambio mucho más profundo de lo que parece en la estructura de las clases en México: los narcotraficantes, los secuestradores, los líderes de ambulantes son, junto con los exbolseros rapaces, los emblemas del éxito monetario. Las clases que creyeron en los estudios posdoctorales no tienen hoy más oportunidades de sobrevivir que la fuga. Con el desorden autoritario del fin de régimen, se expone una estructura de oportunidades que sirve más al cómplice que al creador, más al que sabe ``repartir'' que al profesionista. Con el Partido ònico desfondado, Daniel Arizmendi se convierte en personaje de la riqueza ilegítima, hoy privatizada. Como en el caso de los defraudadores bancarios, el secuestrador no era ningún genio del crimen (basta ver cómo fue aprehendido); eso horroriza: cualquier profesor de matemáticas puede acabar asesinado por un oligofrénico, cualquier gerente de casa de bolsa puede sacar millones del país con un poco de picaresca. En Arizmendi, en El Divino, en Lankenau, el país de las oportunidades para los más estudiosos queda sepultado por bloques de concreto. Y sin orejas. Se ve difícil que alguna ley contra el crimen pueda contener la forma en que los últimos regímenes han construido la imagen de los hombres de éxito.