Ya no me queda cielo
MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Ya no me queda cielo
Voy a hablar, no tenga cuidado. Es que cuando vi que apretaba el botón a su grabadora, pensé: ¿ora qué digo? No me han pasado grandes cosas, me sucedieron, eso sí, hartas chiquitas. Casi ni se notaban, aunque al fin me pesaron tanto que ya ve... ¿De esas quiere que le cuente? ¿De todo? Bueno.
Espérese tantito, no encienda su aparato. No quiero que salga esto; por todas las pastillas que me empujé quedé mal de la cabeza. No me concentro. Sin darme cuenta me voy de una cosa a otra. Por ejemplo, hace rato no supe qué contestarle cuando me preguntó de dónde era y cómo me llamaba. Fue porque se me representó la vida que tuve en la casa de Mesones y todo porque usté sacó su grabadora.
Es muy parecida a la de Apolonio. Era su adoración. Como tenía muy poco trabajo, se pasaba toda la tarde oyendo la misma cinta, esperando nomás la hora de que entráramos al cuarto. En aquellos momentos yo les rezaba a los santos para que hicieran algo que me salvara de meterme en aquel infierno. Hay noches en que me despierto asustada creyendo que todavía estoy allá. Y aunque yo solita me diga: ``Josefina, cálmate'', vuelvo a ver las paredes y el techo negro y pesado. Me parecía difícil creer que encima estuviera el cielo. En la mañana lo primero que hacía era asomarme a la puerta para ver si el cielo estaba donde siempre. Me aprendí el techo de memoria. Apolonio quería que tuviera los ojos abiertos mientras él se afanaba encima de mí, preguntándome si me gustaba aquello. A veces no era suficiente con responderle que sí y me pedía otras palabras. Yo, ¿qué iba a decirle? Mentiras. Allí comencé a engañarlo. Mi mente se iba por encima del techo y me llevaba hasta Marcos. El nunca me tocó ni nada; creo que ni supo lo que era para mí. Empezó mi cosa con él poquito después que me vine a vivir con Apolonio. Ya le dije, mientras él me tomaba y me exigía que le hablara de lo que iba sintiendo, yo pensaba en el otro.
Le cuento esto para explicarle que no quedé muy bien de la cabeza y por cualquier cosita se me va. Ya tuvo un ejemplo: vi su grabadora y luego luego me imaginé a Apolonio y cómo le gustaba oír la misma cinta esperando el momento de que entráramos al cuarto. Pagábamos 70 pesos mensuales. A usted le parece baratísimo. A mí se me hace mucho para un sitio tan chiquito. Claro que parecía enorme porque el único mueble era la cama de tablas. En vez de colchón pusimos unas tiras de plástico y una cobija que llevó Apolonio.
Cuando él se iba a buscar trabajo me dejaba encerrada por fuera, dizque para protegerme. Y yo, ¿qué iba a hacer? Pos dar vueltas y vueltas por el cuarto, jurándoles a todos los santos que en la noche ya no pensaría en Marcos. Aquí entre nos, mi pendiente era que si llegaba a tener un hijo sería suyo, no de Apolonio. ¿Me entiende por qué? Por mi pensamiento, que se iba por encima del techo hasta donde estaba el otro y me hacía las ilusiones de que la cosa era con él. De eso me vinieron todos los remordimientos y al fin las ganas de morirme. ¿La estoy aburriendo, verdá? Usté vino a preguntarme por qué quise matarme y yo le hablo de mis tonterías.
¿Ya va a encender su grabadora? Bueno, allá usté. No creo que valga la pena lo que voy a decirle. Conste que se lo advierto para que luego no se queje de mí. Y ora a ver si recuerdo cómo me dijo que tengo que hacerle: primero digo mi nombre y luego por qué me entraron los nervios y las ganas de morirme. Bueno: apriétele al botón.
Me llamo Josefina Salas. Acabo de cumplir 23. A los 14 me vine para acá con Apolonio Hernández, 16 años mayor. Me dijo que tenía un negocio de fruta y un cuarto en el centro. Para esas fechas en el pueblo ya habíamos tenido la gran inundación que se llevó casas, ganado y muchas personas, entre ellas a mi madre. Enseguida pensé que el verdadero responsable de su muerte había sido Marcos; se fue del pueblo sin avisarme, precisamente antes de que llegaran las tormentas.
Por mis rumbos casi no llueve, pero cuando el agua llega, acaba con todo. Y es que baja de los cerros enrabiada. Si usté va a San Miguel se dará cuenta de que casi todas las personas son altitas. Esto se debe a que allá uno se pasa la vida estirando el cuello y mirando el cielo: si está limpio le rogamos al santo patrono que mande unas cuantas nubes; si está negro y peligroso le pedimos ayuda a los coheteros de San Pascual. Ellos, con sus cohetones, revientan las nubes antes que lleguen al pueblo y acaben con todo.
Si algún día visita San Miguel puede que todavía encuentre personas que se refieran a Marcos como el mejor cohetero del rumbo. Ahorita que se lo cuento parece que estoy oyendo a mi mamá cuando me decía: ``Ahí viene el agua mala. Ve a decírselo a Marcos''. Ella nunca me permitió hablar con otros hombres para que no fuera a sucederme lo que le pasó a ella: por oír a mi papá nací yo y él se desapareció. Corriendo obedecía a mi mamá, sólo por ver a Marcos.
Al principio no me daba cuenta. Lo entendí cuando me dio por alegrarme de ver los nubarrones. Era la única en el pueblo que se ponía contenta de mirarlos. Luego, cuando Marcos los reventaba con sus cohetes, me entraban unos temblores. Mi madre creía que era del susto. Yo sé que era otra cosa. Volví a sentirla muchas veces en la cama de Apolonio, mientras me figuraba a Marcos apuntándoles a los nubarrones.
Pienso que mi vida sería muy distinta si Marcos no se hubiera ido. Me enteré poco antes de la tormenta que acabó con el pueblo. No quedó nada, por eso el que ahora existe se llama Nuevo San Miguel. Serían como las seis de la tarde cuando mi mamá me ordenó que fuera a pedir la ayuda de Marcos. Todavía me acuerdo de la ilusión con que toqué a su puerta y de lo feo que sentí cuando su tío Apolonio me dijo que aquel andaba de viaje. Creí que había salido a alguna feria y busqué a otro cohetero. Ninguno pudo contra el agua mala. Aquel año se llevó mucho ganado y muchas personas, entre ellas mi madre. No pude sepultarla, nunca encontré su cuerpo.
Casi todos se fueron. Yo, con el pretexto de buscarla, me quedé en San Miguel, siempre con la esperanza de que Marcos volviera. Un día, como a tres meses de la inundación, apareció en el pueblo Apolonio. Lo encontré en el mercado, adonde fue a comprar una carga de fruta. Le pregunté en qué feria andaba Marcos. Riéndose me contestó: ``En ninguna. Sé que llegó a Chicago. Desde antes de irse me dijo que no pensaba regresar; ahora, con eso de que aquí se acabó todo, pos menos volverá''.
Sentí como si a la mitad del pecho me estallara algo. Me quedé muda desde ese momento y sólo Apolonio habló: ``Tengo mi negocio y un cuarto. ¿Qué haces aquí solita? Andale, vente conmigo''. Muchas veces, mientras venía en la camioneta de Apolonio rumbo al Distrito, sentí ganas de regresarme a mi pueblo. ¿Por qué no lo hice? Me lo pregunté apenas llegamos al cuarto de Mesones. Desde esa noche mi pensamiento se envició en irse más allá del techo negro, oscuro. Gracias a eso pude soportarlo todo.
Lo entendí mucho tiempo después. Una tarde andábamos Apolonio y yo por Regina. De repente el cielo se puso negro de dar miedo, como en las tardes de tormenta allá en San Miguel. Sin pensarlo, dije: ``Ojalá que Marcos estuviera aquí''. Apolonio nomás me contestó: ``No sé cómo puedes seguir pensando en ese desgraciado. ¿No te das cuenta de que por culpa suya se murió tu madre?'' ¿Se imagina usté cómo creció mi culpa? Luego, cuando entramos al cuarto, al ver el techo negro y pesado, pensé: ``Ora si ya no me queda cielo''. Después pensé en las pastillas. Tomé todas las que pude. Lo demás ya lo sabe.