Néstor de Buen
Neoliberalismo y neolaborismo

No es sólo un juego de palabras. Es mucho peor que eso: un destino manifiesto. O quizá la manifiesta intención de dejar al derecho del trabajo sin destino.

En este siglo nació, y muchos pretenden que en este fallezca, el derecho del trabajo. Impulsado en 1917 en Querétaro, en un país donde no había casi trabajadores y donde quienes se ostentaban como anarquistas rindieron pleitesía al supremo gobierno de Carranza, se deslizó después en el Tratado de Paz de Versalles en 1919, la Constitución de Weimar ese mismo año, y no muchos después -en 1931- la Constitución de la República española.

En Versalles se diseñó el Estado de bienestar, de vida airada, que ayudó al presidente Roosevelt a superar la crisis sin olvidar a Keynes, y que después se refugió en el empleo de la posguerra, hasta que la revolución petrolera que comienza en 1973 y las crisis cíclicas del capitalismo colocaron al mundo en la triste condición que desde entonces guarda.

Toma fuerza el neoliberalismo cuando siente que su enemigo mortal, la URSS ha rendido sus fuerzas con la caída del Muro de Berlín en 1989. Y se permite, recordando al viejo liberal Von Mises, afirmar que los obstáculos al progreso son el derecho del trabajo, el seguro obligatorio, los sindicatos, el seguro de desempleo, la socialización, la política fiscal y la inflación. De ahí los embates en contra de los trabajadores y los asegurados. El Estado de bienestar cambia de nombre por Estado de malestar.

Se dice que muere el socialismo. Según Juan Ortega Arenas, el rebelde permanente, lo que muere con la URSS es el capitalismo monopólico de Estado, pues lo que muchos, pero muchos millones creímos que era socialismo, nunca estuvo cerca de serlo. Stalin lo echó a perder.

Habría que pensar que el socialismo quedó inédito pero que, pragmático como nunca, hoy se desliza por la versión menos comprometedora de la socialdemocracia, aquella vieja tesis tan criticada por Marx, del rebelde Ferdinad de Lasalle. No estorba demasiado acercarse un poquito al centro. Y eso lo han hecho los socialistas y aún lo hacen peleando un centro izquierda al que le falta muy poco para ser sólo centro, si no es que algo menos.

Los neoliberales proclamaron su triunfo y exigieron la sangre de sus víctimas. Los nombres gloriosos de Adam Smith, Von Mises, Hayec y Friedman, entre muchos otros, dieron nombre y bandera a la tesis del mercado a ultranza, hoy con una visión globalizadora que aún se conforma con ser sólo regionalizadora. Y, en el mismo camino, se eliminan los estorbos de la seguridad social y se ponen enormes piedras en el futuro de la justicia social.

Pero, ¿ha vencido realmente el capitalismo? Hace un par de semanas, al recibir un muy merecido doctorado honoris causa en educación de la Universidad del Valle de México, Juan Sánchez Navarro nos decía a sus amigos que la satisfacción de la derrota del comunismo le había durado muy poco al capitalismo, apenas nueve años, porque hoy, en las tolvaneras de las crisis de Indonesia, de Japón y los famosos tigres, de Rusía, la visible en Brasil, y la siempre latente entre nosotros y -en general- en todo el mundo financiero, lo que queda demostrado con creces es que el capitalismo está en el camino sin regreso del fracaso. No sirvió para nada el culto al mercado.

Adam Schaff, un marxista polaco que juega a las adivinanzas, sostiene la tesis de que el futuro inmediato será socialista, en una sociedad sin trabajo, pero con alto nivel de vida. Coincide con el famoso Ripkin en que el trabajo industrial ya no existirá en poco más de 30 años. Y yo me pregunto si podrá haber socialismo sin clases sociales, porque en ese destino la obrera ya no existiría. Y si todo el mundo va a vivir bien (que se lo crea otro) el socialismo perdería su principal razón de ser.

Entre tanto, emboscado en callejones estrechos, rodeado de bandidos, el derecho del trabajo se defiende con sus armas melladas. El desempleo lo agobia y el sindicalismo ha envejecido demasiado. Pero sigue de frente buscando un neolaboralismo que lo cure del neoliberalismo rampante; pelea, sin duda, desigual. Pero que, al fin del camino, será exitosa para la conservación de los derechos de los trabajadores.