El pianista Badura-Skoda, pasión virtuosa contra el tiempo lineal
Renato Ravelo, enviado, Guanajuato, 17 de octubre Ť En el escenario, un piano y un hombre que parece una extensión del instrumento, o viceversa, aunque resulte difícil suponer que de Paul Badura-Skoda surjan esos sonidos de Beethoven, Ravel y Liszt, tan pausados a veces, tan sorprendentemente peleados con el tiempo otras.
Se trata del pianista vienés que de joven quería ser ingeniero y ya de maduro es uno de los talentos internacionales en la ejecución. Un auténtico intérprete, en el sentido artístico y de riesgo que la palabra tiene en la traducción.
Beethoven dijo con notas y corcheas, por ejemplo, que una sonata no debía llamarse Claro de luna sino 14 en do sostenido menor opus 27 número 2. El imaginario colectivo se encargaría después de ubicarla como una de las piezas más conocidas en el repertorio de piano.
La noche del viernes, como en un toque de inicio en un cervantino que no levantaba, aunque promete desde este fin de semana, sonaron los acordes de Claro de luna, y fue lo mismo del imaginario pero más ligero, más volátil.
Y las interpretaciones, como apuestas que son, derivan en el gusto del público. En el intermedio no faltó quien denostara del pianista vienés. Que saltaba notas, que le faltaba vigor, que tomara viagra, diría a quien quisiera escucharla Raquel Tibol.
Cierto que las notas de Badura-Skoda, que pidió prestadas a tres clásicos de la interpretación pianística (Beethoven, Ravel y Liszt) sonaban con un virtuosismo especial. Pero en el hecho artístico, como sucede en las adaptaciones teatrales o cinematográficas, los préstamos sólo se justifican una vez consumada la oferta estética.
En la realidad artística del concierto de Badura-Skoda, un viernes por la noche en la ciudad de Guanajuato, quedó claro que en su virtuosismo lo que no falta es pasión, aunque ésta se trate de un derivado de otro asunto: Badura-Skoda no se entiende con el tiempo lineal.
Sus dedos no concuerdan con la sentencia de que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, de que al dos le sigue el tres, de que el silencio musical solamente tiene una forma de ocuparse.
Su pasión se deriva de la negociación entre partitura y silencio, con una excelencia técnica como moneda de cambio. Sus dedos recorren como lluvia las teclas del piano, pero no significa que dejen de punzar en los moderados de Ravel, que evocan poemas de Aloysius Bertrand, poeta muerto a los 34 años en pleno siglo XIX.
Lo difícil de la obra parece fácil, los espectros que evoca son en realidad velos que se yuxtaponen. Los dedos de Badura-Skoda son lluvia, ácida.
Liszt es sujeto también a préstamo, casi imperceptible en su Sonata en Si menor, y como una resbaladilla sonora caen las notas, como inevitables, exactas, inútiles en su belleza; contundentes sensaciones de la que es considerada una de las obras maestras para piano.
Quizás para mal, en oídos más educados en el deber del intérprete con la obra, el Liszt de Badura-Skoda embruja con el virutosismo, que pone acentos particulares, apresura silencios donde no estaban prohibidos ni señalados, evoca la imagen de una dama que baila cuando no debiera, descifra quizás otro mensaje oculto en la partitura.
O a lo mejor tal mensaje nunca existió, y la línea recta sea la distancia más corta entre dos puntos, y dos más dos son cuatro, y la felicidad sí tiene que ver con la exactitud, y la magia no sea sino una forma inútil de ejercitar la inteligencia.
Paul Badura-Skoda, en tal caso, no mereció la ovación de pie con que la gente lo hizo regresar.