El nuestro no es, definitivamente, un país de leyes. Sí, es cierto, las escuelas mexicanas producen brillantes jurisconsultos, respetables maestros de derecho y hábiles abogados corporativos capaces de competir en igualdad de circunstancias con los de cualquier otro país. También, en el curso de los años, nuestros semilleros académicos han procreado litigantes legendarios, doctos internacionalistas y magníficos secretarios de relaciones exteriores que han iluminado los foros donde se ejerce el derecho internacional público. Hacia afuera, en el contexto de las naciones, somos, a un tiempo, orgullosos defensores del derecho a la autodeterminación de los pueblos y puerto seguro para los perseguidos políticos de todos los países. Y, sin embargo, no somos un país de leyes. ¿Cómo explicar la contradicción? Por otra parte, la ``contradicción'' --generada básicamente por la ausencia de un poder judicial que garantice el Estado de derecho--, se ha convertido en la proverbial piedra de molino que, sin habérselo propuesto, está hundiendo nuestros anhelos de modernidad y apertura democrática.
Después de los excesos salinistas, el péndulo invisible --y omnisciente-- de la política mexicana osciló hacia un mandatario que, por decisión propia y por la fuerza de las circunstancias, ha acotado considerablemente el poder presidencial, y confiesa la firme intención de continuar ejerciéndolo dentro de las facultades estrictamente constitucionales. Además, merced a la oposición mayoritaria en el congreso federal, y aunque no todavía dentro de un ambiente de civilización y respeto, comenzamos a vislumbrar los beneficios del ideal democrático de los frenos y contrapesos. Pero mientras el Presidente sortea las tentaciones de ``la presidencia imperial'', y los partidos políticos apuran la amarga medicina de la tolerancia legislativa, el Poder Judicial es un caballo desbocado que tira en dirección al pasado.
Los peligros de un poder judicial que no camina en concierto con los otros dos, se hicieron evidentes con la llegada del PRD al gobierno del Distrito Federal. De pronto, la judicatura designada por el partido oficial, que funcionaba más o menos en coordinación con el gobierno en turno, se escapó de la lámpara maravillosa y quedó en libertad para actuar con absoluta independencia del poder político. ¡Bendición!, dirán los dogmáticos defensores de la Constitución. ¡Maldición!, contestarían, seguramente, los pragmáticos procuradores cardenistas, conscientes de que un poder judicial al garete ha impedido, en muchos casos, la condena de criminales atrapados prácticamente in fraganti. Debemos reconocerlo: un poder judicial sin rendición de cuentas puede descarrilar cualquier programa de gobierno destinado a resolver el preocupante problema de la inseguridad. ¿Qué pretendo: una judicatura veleidosa sujeta a los dictados del partido en el poder? ¡De ninguna manera! Simplemente apunto la urgente necesidad de organizar un poder judicial, independiente, claro está, pero que garantice el Estado de derecho al predicar con el ejemplo.
En el ámbito nacional, donde la afinidad de los jueces federales con el gobierno que los designó es, hasta cierto punto, entendible, la independencia judicial ha sido hija del desinterés y no raíz del constitucional equilibrio de poderes. Por eso, la semana pasada, en el umbral de una oportunidad histórica, la Suprema Corte defraudó a los mexicanos y reiteró su querencia al pasado. En el delicado asunto del anatocismo, la Corte pudo ser augurio de democracia y audaz paladín de la justicia, pero rechazó el camino de la grandeza y, utilizando su artificioso dominio de la dialéctica, emitió un fallo mezquino y predecible que aplastó las aspiraciones de millones de deudores.
Un reconocido filósofo definió la ``certidumbre jurídica'' --el ingrediente esencial para la vida democrática-- como el ``saber a qué atenerse''. Pero, en el seno de nuestra incipiente democracia, el poder judicial ha encaramado a la justicia en la rueda de la fortuna de la incertidumbre. ¡Señoras y señores: su atención por favor!: aquí es donde se inicia el acto de prestidigitación; el momento crucial en que lo blanco se convierte en negro, y la justicia puede surgir del sombrero de copa convertida en una blanca paloma de la paz, o irremediablemente atrapada, como el Cóndor prisionero de Enrique González Martínez, en la jaula de los intereses personales. Ahora se ve; ahora no se ve.