Entre el miércoles y jueves de la semana pasada, los pequeños deudores de la banca sorprendiéronse de lo que leían y volvían a leer porque parecíales agudamente angustiante lo que sus ojos veían en los diarios que daban cuenta de la resolución de la Suprema Corte de Justicia del país. Para los aperplejados deudores, las noticias eran puñaladas en los corazones de 9 millones de gentes que tienen comprometidos hipotecariamente su único y escaso patrimonio familiar o personal que reunieron con enormes sudores. Su desesperación crecía al contrastarse con los pocos y hartos acaudalados con la generosidad del noble del Fobaproa, según los constantes y cotidianos espots de la televisión y la radio; estos inmaculados aprovechados, los menos en la prisión y los más gozando de las libertades que les otorgan sus altas posiciones en la burocracia política y financiera, igual que ocurría con las sombrías élites que nos legó el Virreinato, viven alegremente en torno de un gracioso escudo de fueros y privilegios.
Pero los millones afectados con la ahora legalidad del anatocismo, grosera palabra que encubre la usura, no sólo comparan su pobre condición con la de los multimillonarios, sino que recordando una vez más los tormentos del México contemporáneo se preguntan, ¿por qué estamos en tan ominosa insolvencia? Las respuestas están a la vista. El presidencialismo salinista decidió declarar nuestro ingreso al primer mundo, de acuerdo con el espíritu de Houston, y para dar apariencia de realidad a la simulación, sin olvidar sus ánimos electorales, abrió las puertas al financiamiento de ahorradores sobre todo norteamericanos ofreciendo la perla de la virgen en forma de intereses que se cubrirían en cortísimo tiempo. El desastre que se vino encima fue tramontado con el famoso préstamo de 50 mil millones de dólares que nos facilitó la Tesorería de Washington, naturalmente avalado con nuestros contratos petroleros de venta, destinados a cubrir las exigencias extranjeras, operación que propiciaría la devaluación de nuestra moneda y el inmediato aumento de las deudas bancarias de millones de paterfamilias que dejaron de cubrirlas incrementándose así los capitales con la acumulación de intereses sobre intereses, según lo previsto en las cláusulas poco sabidas del contrato hipotecario y de los respectivos acuerdos adicionales o de refinamiento que firmáronse como condición sine qua non de la entrega del dinero. Hoy estos millones de arruinados perderán cuanto tienen sin que importe tal cosa a las autoridades del país escondidas en el ritornelo que repiten desde el siglo pasado: el hambre del presente es la garantía del bienestar de un futuro que nunca ha llegado en los más de 180 años de nuestra vida independiente.
Hay que poner algunos puntos sobre las íes. Tres ministros --Castro y Castro, Silva Meza y Román Palacios--, hicieron notar en el debate que la postura de la mayoría no percibía con tino el problema al ignorar contenidos históricos, sociales y jurídicos de las normas que regulan la cuestión del anatocismo. Sin duda el derecho no es obra de manos metafísicas y sí de los hombres que vienen batallando por hacer de la colectividad humana una civilización justa. Interpretar literalmente la norma jurídica es suponerla ajena a los sentimientos de la nación, es decir, al juego de las fuerzas que engendran las legitimidades que el poder legislativo transformará en legalidades; para entender la ley tendrá que analizarse conforme a su legalidad y a su legitimidad, pues no hacerlo marginaría al derecho del bien común o justicia imbíbito en el deber ser jurídico: suponer que la no regulación de la usura en las operaciones de crédito autoriza la libertad absoluta de los contratantes para convenir lo que sea, porque tales regulaciones forman un cerco cerrado respecto del Código de Comercio y otras disposiciones, aunque tal convenio sea cabalmente ajeno al bien del deudor, es tan absoluto como imaginar que al final del drama goethiano, un Dios legalista y no caritativo --caritas significa amor, ternura o justicia-- sancionara el arreglo en que Fausto vendió el alma a Mefistófeles, a pesar de que el amor que lo unió con Margarita hubiera desmanchado sus originales y aventureras pasiones. La redención de los enamorados purgó la argumentación legalista de Satanás, aunque lo contrario ocurriría en el siniestro feudo del conde Drácula, en la legendaria Transilvania; malgré tout logró con sus vasallos legalizar los ensangrentados empalamientos que sufrieron día a día cientos de sus súbditos; además, un burro de oro cholulteca hace unos 50 ó 60 años izó la bandera del anatocismo para enriquecerse con los intereses compuestos que semanariamente cobraba a los indios de la región que por miles celebraron contratos de mutuo con el hábil usurero. Así es como Drácula y el mencionado burro de oro resultan lamentables antecedentes del riguroso y soberbio legalismo que llevó a la Corte a sancionar el pago de intereses sobre intereses a los bancos mexicanos, y a suponer que entre legalidad y justicia existe un divorcio inapelable.