El próximo presidente de México, quien quiera que sea, tendrá que lidiar con las consecuencias sociales negativas acumuladas durante años de crisis económica. Hace unos días, durante su visita a Inglaterra, el presidente Zedillo dijo que dejará al gobierno siguiente una economía ``sana'', pero esa previsión optimista luego se atempera reconociendo que el fantasma de la recesión, que hoy despunta en las capitales financieras del mundo, puede convertirse pronto en una realidad compleja y dolorosa al nacer el nuevo siglo. No hay, pues, razones para alentar ni siquiera un optimismo moderado con respecto a nuestro futuro más inmediato. Al contrario, cabe esperar que siga agravándose la desigualdad social que agobia desde siempre nuestro frágil desarrollo nacional y ahora amenaza la estabilidad de las nuevas instituciones democráticas.
No obstante este panorama preocupante, cuando no desolador, la vida política mexicana sigue su curso como si nada. Los gobernantes, ya lo hemos visto, prefieren hundirse en el autoelogio de los gruesos resultados o en la provinciana y narcotizante creencia de que una ``buena conducta'' logrará ponernos a salvo de males mayores. En el flanco opuesto, se habla mucho a favor y en contra del actual modelo neoliberal, pero la crítica se queda en la denuncia de sus peores y más visibles efectos sin que, por otra parte, se ofrezcan alternativas sustentanbles.
Bajo la superficie del crispado debate de los partidos en la cámara y los medios, el ciudadano común apenas si percibe otra cosa que no sea la convocatoria preelectoral que anticipa la sucesión del 2000. Pareciera que los grandes asuntos de nuestra vida pública son simples elementos útiles para dirimir la lucha por el reparto del poder y no problemas cuya naturaleza exige de los principales agentes sociales involucrados un grado mayor de compromiso y responsabilidad.
Y, sin embargo, es obvio que México requiere una revisión a fondo de los principios sobre los cuales descansa la actividad del Estado, la política económica y, en general, las políticas públicas que corresponden a nuestra fase actual de desarrollo (y empobrecimiento). Hemos pagado un alto costo a la elitista idea, tan en boga durante los últimos años, de que esos temas son cosa de expertos en los que la sociedad no debe meter las narices, cuando se trata de cuestiones de interés general de las que nadie está (o debería estar) excluido.
Pero ese debate necesario tiene que hallar los espacios adecuados para rendir frutos. Uno de ellos, el más natural, por así decir, es la representación nacional que integra el Poder Legislativo, pero allí, a pesar de la nueva composición de ambas cámaras, a pesar de que se enfrentan a diario problemas de enorme trascendencia y significación, sigue prevaleciendo una visión cortoplacista que no permite remontar las vicisitudes cotidianas que impone la lucha política.
Hay que preguntarse honestamente si los partidos que hoy detentan la representación de la nación están en condiciones de asumir en serio la creación de la institucionalidad democrática que hace falta o si, por el contrario, tendremos que asumir que el cambio en México sólo puede conducirse mediante la dialéctica del ensayo y el error, las inercias o la confrontación y la descomposición.
La cercanía del 2000 ha puesto en tela de juicio la sola idea de que los acuerdos de ese tipo no sólo son necesarios sino también deseables. Hay una especie de ``izquierdismo'' democrático que todo lo subsume a la victoria en las urnas, sin advertir que la condición número uno para la gobernabilidad de hoy y mañana consiste en iniciar la edificación de un Estado fundado sobre principios comunes y soberanos, libremente discutidos y acordados, en consonancia con la democracia, pero también con las exigencias de una sociedad que no puede, ni debe, sacrificarse indefinidamente para hacer que el modelo funcione.
De no hacerlo así y ahora, al próximo presidente le tocará ``administrar la crisis''. O sea, sacarse el tigre en la rifa.