La Jornada jueves 15 de octubre de 1998

Rodolfo F. Peña
Tultepec

Unos cuantos kilómetros al norte de la capital del país se encuentra Tultepec. En esa población hay un barrio llamado San Rafael, y aquí había una fábrica o almacén de pólvora para juegos pirotécnicos que anteayer por la mañana hizo explosión, con una onda expansiva que devastó varias manzanas y un saldo tentativo de diez muertos, numerosos heridos y desaparecidos, y susto y ruina por todos lados. Tultepec, o lugar del Tule.

Al parecer, se trataba de un establecimiento clandestino cuyos dueños perecieron en el monstruoso accidente. Recordemos: pólvora, o bien un peligroso componente que no es posible ignorar. Sin embargo, la Sedena, dependencia que de acuerdo con la Ley de Armas de Fuego y Explosivos es la encargada de permitir o no esa actividad industrial, y la PGR, encargada de velar por el cumplimiento de la ley, no sabían nada al respecto. Es posible que hubiera permiso, y es posible que no. Si lo hubiera, valiente control y vigilancia que se tiene sobre el uso y manejo de la pólvora. Y si no, lo mismo. A Tultepec se le conoce ahora como la capital de la pirotecnia, porque allí un alto porcentaje de los pobladores se consagran a ese trabajo. Cosas así las conoce todo mundo, excepto las autoridades.

México, en la era de la globalización y otras palabras así de humanas, sigue siendo un pueblo cohetero. Sin los fuegos artificiales, las fiestas colectivas, y aun muchas familiares, como que no nos saben a nada. Y si algo está prohibido, nos la jugamos, como se la jugó la familia Urbán. Los supuestos jefes, a fin de cuentas, no se enteran de nada. En vez de tanto discutir, como en Kosovo, les montamos un infierno de ciudad bombardeada en las goteras de la capital. Y moriremos si hay que morir. Esa especie de monólogo interior es lo que me parece entender de la actitud de esos hombres que no dejaban acercarse a los periodistas, actitud solidaria con los responsables de la tragedia, finalmente muertos, y también consigo mismos.

Los grandes responsables, quienes debieron reubicar el negocio contando con la perspectiva de una tragedia si su instalación ponía en riesgo a la gente, están en Chiapas o viven pensando en el cerco tendido a Marcos y su guerrilla, no en Urbán, su esposa, sus hijos y sus vecinos.

Suponiendo que la fábrica, o lo que haya sido, pretende ajustarse a la ley y recurre a la opción del permiso, lo más probable es que después de un larguísimo trámite acaben por negárselo, como ocurre con algo tan pacífico y legal como la industria cerillera. Y negárselo no por razones de ubicación, sino de simple y llana burocracia, que ahora, al fin enterada, va a ensañarse con los habitantes de Tultepec. Así, la familia Urbán se habría quedado sin empleo. ¿Y quién va a contratarlos en el mercado de trabajo? En nuestro país, es más fácil consagrarse a la búsqueda de piedras preciosas que a la búsqueda de empleo. Y en último análisis, ¿somos o no somos la capital del cohete?

Si se piensa en la magnitud del drama tultepequense, uno hierve de indignación. Sí, pero hay que saber contra quiénes.

Verdaderamente, la ciudad de México está rodeada de explosivos, algunos bastante menos inocentes y tradicionales que el de Tultepec, como es el caso de la gasera de San Juanico, que vale la pena recordar. Pero con tantas leyes prohibitorias y con semejantes autoridades federales, si es que hemos de jugárnosla nos la jugamos todos.