La aplastante y envolvente globalidad, de la que ningún país escapa, cada vez más con su asfixiante peso e intromisión en la econo- mía para someter al mundo entero a las reglas del mercado de la oferta y la demanda, hasta a la política y los medios de comunicación, acapara también el escenario del debate en los foros internacionales.
Los diagnósticos resaltan que es en las grandes ciudades donde estos rampantes efectos son más notorios e impactan de manera más negativa, tan sólo por su enorme población, pero a la vez son el espacio donde debieran repercutir y reflejarse los beneficios de un desarrollo equitativo.
Evidentemente, nos referimos a la desigualdad abismal que ha generado esta globalidad expansiva entre las naciones poderosas y los países pobres, que son la mayoría del planeta, en los que se han venido trastocando sus basamentos políticos y jurídicos, al grado de que las reglas de los mercados someten los ordenamientos del Estado, como si fuera una disolvencia de imágenes inversa y proporcional.
Así, en las grandes capitales de América Latina, como ocurre en el Distrito Federal, las mercaderías abundan, pero no todos pueden adquirirlas; la industria, la pequeña y la mediana, se achican ante la recurrente importancia de bienes: el espejismo que genera la proliferación de complejos comerciales y de oficinas se diluye ante el desempleo creciente; la falta de créditos, la especulación financiera y los desniveles tecnológicos abaten la productividad y, en general, las desventajosas condiciones en que operamos ahondan la brecha entre la riqueza de pocos y la miseria generalizada.
Cada día nuestras ciudades y las áreas rurales muestran los estragos que en los últimos años se vienen produciendo, en este inicuo marco de las relaciones internacionales, y que a momentos parecen sumirlas en un pantano de crecientes tensiones sociales, en la ingobernabilidad o inestabilidad crónica.
Se trataría entonces de revertir estos procesos que deterioran la calidad de vida de ciudadanos de todos los niveles y ya carcomen hasta la soberanía nacional.
La única alternativa con estabilidad perdurable sería el tránsito del injusto modelo actual hacia un nuevo orden democrático y equitativo a nivel global.
Hay que superar la crisis del Estado y lastres como la inseguridad pública, la violencia y la vulnerabilidad ante el mercado; frenar las economías especulativas y la concentración de la riqueza; aminorar el peso de deudas externas y el capitalismo desaforado, así como superar la desarticulación regional, el consumismo y la mercantilización de la vida social.
La instauración de un nuevo modelo con beneficios y prosperidad para todos implica un Estado eficiente, una economía productiva, el reparto equitativo de la riqueza y la reorientación del financiamiento y de la deuda.
En síntesis, una globalidad normada, mercados comunes, desarrollo consistente, pacto ecológico de sobrevivencia futura y una fraternidad donde los valores de la cultura y la civilización humana normen la convivencia mundial.
Cuestiones torales como éstas fueron el centro de la reflexión y de las discusiones al amparo del tema Estado, democracia y gobernabilidad, dentro de la reunión de la Internacional Socialista para América Latina y el Caribe, celebrada recientemente en Caracas, Venezuela.
En pocas palabras, el futuro, el nuestro, el de todos, se debate entre la gobernabilidad democrática y la gobernabilidad autocrática o dictatorial, según sea el modelo de globalidad que exijamos y adoptemos en nuestras ciudades, e igualmente en nuestras comunidades rurales. Las democracias tienen la palabra y una gran oportunidad histórica de encontrar la anhelada salida a la crisis permanente que padecen nuestras sociedades.