Ser juez no es nada fácil; quien pierde en un proceso está siempre tentado a creer que el juez se vendió, que cometió con él una injusticia, que fue víctima de un atropello; como en toda sentencia en la que se resuelve una controversia, una parte gana y la otra pierde; los jueces siempre están enfrentando el descontento, la inconformidad y, a veces, la ira de aquéllos a quienes no dieron la razón.
Y sin embargo, tienen que resolver las controversias, pues ese es el delicado y difícil papel que les encomienda la sociedad. La razón última del Estado, la justificación de su existencia, radica en la impartición de justicia; el Estado puede renunciar, y de hecho lo hace frecuentemente, a prestar algunos servicios públicos, lo que sucede con demasiada frecuencia en este sistema liberal en el que prevalece la idea de que todo debe estar sujeto a las leyes del mercado, pero la justicia no está en esa tesitura: si el Estado renuncia a la impartición de justicia, renuncia a su propia esencia y deja de estar justificada su existencia.
Los jueces, por otra parte, en un estado de derecho, tienen que apegarse a las normas vigentes, a las disposiciones del derecho escrito, y no pueden resolver los casos que están bajo su conciencia y conocimiento sin otro criterio que no sea el del texto vigente del derecho positivo.
Y esa es otra dificultad que hoy complica la labor de los juzgadores: la mala práctica de expedir leyes cada vez más complejas, elaboradas sin técnica legislativa, con lenguaje inadecuado y con frecuencia hechas al gusto de los poderosos del momento, hacen del derecho positivo una maraña de disposiciones contradictorias y oscuras, no siempre fáciles de interpretar.
En mi opinión, ese es el caso del dilema en que se vio la Suprema Corte frente al anatocismo. El Código Civil lo prohíbe so pena de nulidad de la cláusula respectiva, pero la legislación mercantil lo autoriza. Podrían los ministros al menos haber distinguido entre esos casos diferentes: cuando los deudores son comerciantes, saben lo que hacen y están expuestos a ganar o perder, y por eso se arriesgan; pero tratándose de no comerciantes, que es el caso de la mayoría de deudores hipotecarios y el de otros --agricultores y deudores de tarjetas, por ejemplo--, las cosas son diferentes y los ampara el criterio proteccionista del Código Civil.
En mi opinión, los ministros no tuvieron razón en su fallo, pero me parece que la andanada de epítetos y acusaciones en su contra está fuera de lugar y pone en riesgo a todo el sistema. Podemos avanzar hacia un cambio constitucional y de las estructuras del Estado, sin el terror y sin la guillotina. En el caso de los ministros de la Corte, creo que se les está juzgando como si ellos hubieran sido los autores y no tan sólo los intérpretes de la ley que aplicaron, y lo cierto es que tuvieron que soportar duras presiones de una y otra parte, que se necesitó un gran valor civil, digno de respeto, para resolver en un sentido o en otro.
Conozco a varios de los ministros, con algunos he tenido puntos de vista contrarios y no estamos de acuerdo en muchas cosas, pero creo que, al menos en el caso de varios de ellos, su voto fue en conciencia y no por intereses inconfesables, que resolvieran en sentido inverso al sentimiento popular y a la intuición de justicia que tiene el pueblo, pero no lo hicieron en contra de su propia e íntima convicción.