Hermann Bellinghausen
El que pisa la raya

Las zonas del aire que la luna endeble empieza a iluminar aparecen tan tímidas y argentinas como los guiños de la tormenta, pero son constantes. Indicios de que podría amanecer. Lo visto, apenas entrevisto. Lo oído, un estruendoso ánimo de estar y no. Moreira nada, no espera más. Llámenlo impaciencia. Quiere que el día lo encuentre lejos, en posesión del mar abierto.

-Buena travesía marinero -le grita Clancy y se sumerge en una ola. Asoma de nuevo. Bracea hacia el náufrago que regresa al mar de donde vino.

Hombro con hombro, Horacio y el gordo, que dejó de tocar la tumbadora, vislumbran el encuentro del Palinuro y la bonita. Las antorchas se aproximan y las dos siluetas se funden como una mancha más entre las fosforescencias y los reflejos marinos.

-Se están besando -dice, por joder, el gordo.

La soga ¿cambia de mano? Horacio sobrepone control a sus sentimientos y lo celebra diciendo lo contrario de lo que quisiera decir:

-Ojalá se fuera con él.

El gordo voltea hacia Horacio y le dice:

-No le hagas ¿también tú? Si esa es de las que mi abuela llamaba ``furcias''. Esa, te lo digo yo, es una furcia.

Sin darse cuenta de lo que hace hasta que ya es demasiado tarde, Horacio propina un codazo al gordo en la mandíbula que lo sienta en la arena.

Cuando a más sueño el alba me convida,

el velador piloto Palinuro

a voces rompe al natural seguro

tregua del mal, esfuerzo de la vida.

Barrunta el día. La playa exhibe los surcos que dejan las tortugas; son animal que deja su huella con todo el cuerpo. Trampero se aburre de seguirlas y las deja en paz cuando los quelonios se incrustan en la arena, indiferentes a la insidiosa curiosidad del can.

Horacio recapitula de cuando dejó, en su momento, los laboratorios de la biología terrestre (y terrenal) para aliviar las acechanzas de esa absurda inclinación del hombre a la mujer. La biología marina le había dado un refugio resistente a las turbulentas patadas y jalones del deseo. Voltea y le dice al gordo:

-En cuanto termine este cuento, llévate por favor a esa mujer.

-Eso no depende de mí -replica el gordo, sobándose la mandíbula con espíritu deportivo, sin reclamar o devolver el golpe.

¿Qué furia armada, o qué legión vestida

del miedo, o manto de la noche oscuro,

sin armas deja el escuadrón seguro,

a mí despierto, a mi razón dormida?

Al Palimuro original lo degollaban los naturales de Italia sin atenerse a los prodigios. Moreira en cambio se va completo y se lleva en la boca el sabor de su Sibila de ocasión, que ve alejarse al marinero entre las crestas de la marea, alcanzar la primera barca y subir ágilmente. Su calva prieta refulge por última vez en la noche, como relámpago, como espada, como espejo.

Horacio baja la guardia y acepta que se encuentra a merced de todo eso. Quién le manda.

Algunos enemigos pensamientos,

corsarios en el mar de amor nacidos

mi dormido batel han asaltado.

-¿Qué es más náufrago? -pregunta al gordo-, ¿El que no regresa, o el que no tiene dónde regresar?

-El que tú me digas.

-Hablo en serio.

-Ya sé. Pero yo no puedo -explica el gordo-, date cuenta de que ni tú ni esa ni Moreira me importan.

-¿Qué te importa?

-Qué te importa. Me importo yo.

-No te creo.

-No me creas. Allá tú.

El alma toca al arma los sentidos;

mas como Amor los halla soñolientos,

es cada sombra un enemigo armado.

Una figura blanca empieza a flotar hacia las antorchas y las barcas detenidas. Amanece Clancy entre nada y camina de regreso a la playa. La ropa se le adhiere al cuerpo y la desnuda. Tirita de risa. Camina derecho hasta Horacio, meneando los brazos húmedos. Se le para enfrente. Muy cerca. El puede sentir su aliento. Ese mareo.

Ella le dice:

-Ya quita esa cara. La libramos, ¿qué no ves? -y echa a caminar desordenadamente por la playa, brincando las huellas en surco de las tortugas. El que pisa raya pisa su medalla, piensa el gordo.

...

Y ustedes se preguntarán en qué termina esta historia. Eso lo sabrán la próxima semana. Y antes de que se pregunten qué pasó con el gordo, se los voy a decir. El gordo soy yo. Cuento lo que vi, dije y oí. Lo demás no sé. Sin avisar ni despedirme, en cuanto amaneció me largué de ahí. No sin antes decirle al desconsolado Horacio, gracias a mi memoria oceánica, el soneto de Las tres Musas que ustedes, a saltos, acaban de leer. Siempre que hacen falta pistas o conjuros, el buen Quevedo, sin errar el blanco, da la medida ante el apremio.

Lo último que recuerdo es un susurro de olas mansas, atrás.