La Jornada Semanal, 11 de octubre de 1998
Silvia Molina,
El amor que me
juraste,
Joaquín Mortiz,
México, 1998.
Después de darse a conocer con La mañana debe seguir gris (Joaquín Mortiz, 1977), novela corta que testimonia la maduración de una mujer de 21 años y su trunca relación amorosa con el poeta José Carlos Becerra, Silvia Molina (México, 1946) ha escrito teatro, cuento, novela y literatura infantil. Entre sus obras anteriores emparentadas con El amor que me juraste, su más reciente novela, destacan Ascensión Tun (Martín Casillas, 1981) y La familia que vino del norte (Océano, 1987), obras que indagan, cada una por su lado, en la historia de México y en los eslabones familiares de sus protagonistas para reconstruir sus pasados míticos. Hoy, la autora nos convoca a la lectura de un nuevo libro en el que la memoria es una vez más la pieza fundamental para desatar los complicados nudos de la existencia.
El amor que me juraste (Joaquín Mortiz, 1998) es una novela de doble filo: por un lado, su emblemático título de bolero nos sitúa frente a un discurso amoroso que apunta hacia una obra de tintes sentimentales; pero por el otro, desde sus primeras páginas es posible reconocer el motivo dominante que terminará por encadenar la anécdota: la reconstrucción de la identidad en crisis de una mujer madura.
Protagonista y narradora en primera persona, Marcela es una profesionista que lleva una vida matrimonial en apariencia feliz. Movida por un desengaño amoroso del cual se siente responsable, huye al puerto de San Lázaro para descifrar el enigma de su historia familiar paterna, como si en ella pudiera ver reflejadas las respuestas nacidas del desencuentro que la ha llevado, cimbrada, hasta ahí: ``Contemplaba el cielo, y en el mar su espejo, aquel anochecer de octubre, deseando que fuera esa inmensidad lo que me hacía experimentar una incómoda sensación de pequeñez y desamparo o tal vez de inseguridad o de desasosiego y arrepentimiento; y no el desorden y la anarquía de mi vida.''
Para Bachelard, la memoria es un gran teatro que mantiene a sus personajes ``en su papel dominante'', gracias al tiempo comprimido que el espacio guarda en su interior. ``Creemos a veces -dice en su poética- que nos conocemos en el pasado, cuando en realidad sólo se conocen una serie de fijaciones en espacios de la estabilidad del ser, de un ser que no quiere transcurrir, que en el pasado va en busca del tiempo perdido, que quiere `suspender' el vuelo del tiempo. En sus mil alvéolos, el espacio conserva tiempo comprimido. El espacio sirve para eso.'' San Lázaro se erige desde el principio en un espacio íntimo de refugio y exorcismo para Marcela; un lugar en donde puede sentarse a leer y reinterpretar su doble pasado: el amoroso, configurado en las cartas de Eduardo, y el familiar, que intentará restituir en los archivos del pueblo. Marcela comprende que a pesar del dolor, sólo ahondando en los ríos de la memoria puede llegar a las anheladas aguas del olvido. ``Hipnotizada por la corriente con la que el viento dejaba su huella en la superficie, naufragué en mis recuerdos, anduve a la deriva y me fui a pique a pesar del esfuerzo que hacía por no hundirme, por creer en vano que conseguiría borrar de mi memoria todo cuanto había hecho equivocado.'' ``Fui allá no sólo para conocer el puerto sino porque estaba segura de que lejos de mi casa conseguiría por fin quedarme recostada hasta muy tarde analizando los recuerdos.''
A lo largo de su Filosofía de la culpabilidad, Jean Lacroix denuncia la ambigüedad del sentimiento de culpa que asola al hombre desde que desobedeció la palabra de Dios: una culpabilidad religiosa que deviene en culpabilidad moral y que socialmente se manifiesta en los códigos penales. Siguiendo a Nietzsche, Lacroix señala el anclaje que tiene la culpabilidad en las aguas del resentimiento: ``ambos se deben a una falla de la `facultad de olvido', a una incapacidad de olvidar. La persona, en definitiva, es lo que se identifica con su memoria, lo que se fija en un pasado fechado.'' Marcela intenta desenterrar el suyo y construir simultáneamente un remedio para olvidar el engaño que ha cometido en contra de un ser que la ama, pero al no conseguirlo, al no poder disipar su sentimiento de culpa, empieza por reprocharse el estado desolador con que se contempla prisionera en su conciencia nerviosa, y se autocondena: ``No había podido impedirme caminar de un lado a otro del cuarto, consumida por el odio y el desprecio hacia mí misma. El piso de mosaico aún conservaba las huellas húmedas de mis pasos. Había estampado un laberinto nervioso al salir de la regadera.'' Esta primera Marcela significa desolación: ``hacia donde miré en San Lázaro, vi las ruinas de mi vida. ¿Quién puede huir de sí mismo?''
En nostálgica resonancia con el título de la novela, el desasosiego inicial de la protagonista tiene una estrecha relación con la música. Más allá de lo evidente, apelar a un blues -Nature boy de Edén Ahbez, probablemente interpretado por Ella Fitzegarld en la versión que se escucha en la novela- como detonador constante de la angustia, por un lado, y al bolero que da título a la obra como emblema del amor desdichado, por el otro, propicia un juego cruel -pero para nadie desconocido- entre estas dos formas tradicionales de cantar a la tristeza, al desamor y las turbulencias anímicas de un ser en desdicha. ``Afuera, miraba desde la cama, la noche era clara y si no hubiera sido por la canción que salía del cuarto de junto no habría sentido ganas de llorar.''
A diferencia de los habitantes surrealistas del pueblo mítico de Boris Vian en su fascinante libro El arrancacorazones, que esperan que el viejo La Gloïra digiera sus remordimientos y vergüenzas en su lugar a cambio de ``mucho oro'' que no puede gastar, el personaje de Silvia Molina parece dispuesto a sufrir en su propia piel las laceraciones de la culpa solitaria. ``Estoy aquí, sola, pensaba, porque es aquí donde quería estar, porque sólo en este lugar podré darle sentido a la realidad, ordenarla otra vez, encontrar un hueco para la salida.'' Y es precisamente a propósito de buscar salidas al confinamiento de la culpabilidad, que Lacroix anuncia el estrecho vínculo de la confesión con la libertad humana: ``La libertad del hombre implica la posibilidad del rechazo y de la confesión. El hombre que ha cometido una falta está siempre propenso a la simulación; [sin embargo,] la confesión es ya en sí misma [un] rechazo de esta mentira.''
``Nunca te dije, Eduardo, cómo se enamora una mujer. Supongo que porque nunca lo tuve claro. Ahora sé que nos enamoramos con el impulso de Eva, con el desprendimiento de Sarah, la esposa de Abraham.'' A pesar de la soledad de Marcela y del silencio que invade el final de su historia, el signo de este libro es justamente el de la autoconfesión. Enunciar el secreto es darle existencia como si, al revelarse, el milagro del arrepentimiento le otorgase su fuerza. Sentirse culpable es rechazar la vida, pero en Molina no hay rechazo, sino ensoñación, sentimiento enraizado en las fantasías que Marcela imagina para encontrar nuevos significados en la geografía de sus acciones pasadas. En paciente reordenamiento del doble engaño que triangula su dolor y culpa, Marcela ataja la hoguera del tiempo con las cascadas de su voluntad, disolviéndolo. ``No tenía que bajar a los infiernos para recordar lo que no había vivido. Podría fraguar a mi antojo la historia familiar para reinventarme, porque mi verdad no me gustaba. Yo no era lo que hubiera deseado: sabía que llevaba dentro un ser aletargado que podría despertar en cualquier instante manifestándose violento o cruel, infiel o desleal; y me atemorizaba saber que era la única que lo había padecido.''
El amor que propone Molina en los quince capítulos de El amor que me juraste vive tenso entre los polos del deseo y de la culpa, confundiéndose con los avatares de la memoria en el camino que separa el arrepentimiento del dolor. Amar no significa necesariamente ser amado, pero la culpa tampoco significa el verdadero amor: ``tal vez ahora estoy llena de rabia, una rabia silenciosa que pone en la balanza nuestro pasado. Lloro pero no de arrepentimiento, Eduardo, sino porque no puedo tenerte, porque me conozco demasiado como para saber que te deseo sin pudor, sin arrepentimiento. Mi pasión se levanta por encima del dolor que estoy viviendo.''
Humberto Rivas,
Los abrazos
caníbales,
Editorial Océano,
México, 1998.
Después de leer los cuentos que integran Los abrazos caníbales, de Humberto Rivas, la sensación que me quedó es de asombro por un lado y, por el otro, una pesadumbre cargada de imágenes excitantes y proposiciones audaces. Rivas no ha sido, hasta el momento, un escritor muy prolífico, pero, en cambio, nos presenta textos estructurados, meditados, trabajados. Rivas debe ser de los que revuelven las ideas en la cabeza hasta que las consiguen nítidas, aun en la penumbra de luces neón y noches interminables que caracteriza a la mayoría de sus cuentos. En su libro anterior, Falco, ya se notan estos rasgos, pero es en Los abrazos caníbales donde su trabajo artesanal y artístico se consolida.
En Los abrazos... los personajes son seres que creen en su historia en la medida en que ésta es fortuita, desconocida e inmutable. Lo inesperado está a la vuelta de la esquina y entre las sombras de la noche. En estos cuentos cualquier punto de la ciudad se ve cubierto con un velo de extrañeza. Del mismo modo, los rincones más desairados cobran su lugar en el mundo.
Extraña literatura la que conforma los cuentos de Rivas. Sin embargo, aquella que en una primera impresión se asociara con las novelas góticas, es realista. La realidad vista desde la perspectiva de los hombres y mujeres perdidos en ella misma. Son hombres y mujeres solitarios que se mueven en un mundo ajeno, en el que pretenden ganar su parte de vida, su ración de amor, transformado un sexo maloliente y deformado. En este contexto los animales serían entes más seguros, más plenos. Los personajes de Rivas, al contrario, no lo son ni pueden serlo. Creen llegar a algo, pero sólo hasta que se convencen de que se han engañado otra vez. Deben escapar, entonces, por su vida.
Hay un aire fantástico en todo esto. Pero una fantasía asfixiante, que es a la que lleva el saberse extraño. Las cosas, las situaciones más normales, se convierten en algo enfermizo. Esta fantasía decaida, no obstante, consigue su propia coherencia y verosimilitud. No se le puede escamotear a Rivas un logro así de sus personajes perdidos.
Dicho de otro modo, Rivas es el narrador de lo que nos desconcierta. Maneja técnicas realistas, pero cubre su narración con el filtro oscuro y frío de lo desconocido; con mayor razón si las diferentes situaciones son tan definitivas. Hay que recordar, a propósito de Los abrazos caníbales, que la literatura, igual que el arte en general, tiene como principal función la de rescatar la interioridad del ser, y eso es todavía un misterio. En los cuentos que se reúnen bajo este título encuentro hombres y mujeres que buscan lo que todo el mundo: escapar de la soledad de cualquier manera, encontrar un motivo para vivir lo más convincentemente posible, en otras palabras, buscan compañía y amor, pero siempre se encuentran con que la realidad no sólo no se ajusta a sus deseos, sino que los contradice.
Como en el cuento ``Otro sitio'', el personaje femenino espera cobrar la cuota de afecto que sabe que le pertenece. Pero la realidad traiciona sus esperanzas. En vez de aparecer su príncipe alado, lo único que percibe con su mano es una rugosidad y ``olió un aliento que le recordó los botes de basura que frecuentaba en las noches''. No son ciudades ni calles identificables, porque pueden ser cualquiera. El toque fantástico es tan solo para matizar el dramatismo de la narración, de lo contrario perderían fuerza las diferentes escenas que, en el fondo, son sentimentales. Y lo que intenta Rivas, sobre todo, es no ser sentimental. Cuando ese desconocido se la llevó a ``otro sitio'', la obligó a meter la cebeza entre sus piernas, la mujer se encontró con ``una flor negra, una flor marchita''. Ella ``quería ser la protagonista de una historia de amor, pero por el momento se conformaba con estar ahí, al lado de aquel, a quien ni siquiera le había visto la cara''. Al final, fugándose por las calles en el vehículo del que se la llevó, pensó todavía que tal vez iban a ``algún sitio más agradable''. Nunca abandonó la esperanza de conseguir lo más parecido a una historia de amor.
En el cuento citado, como en los otros, Rivas muestra una realidad confusa, traicionera, regida con crueldad por un destino inasible. Los personajes de estos cuentos, en general, aceptan, como la protagonista de ``Otro sitio'', un destino siniestro e indefinible, pero sin perder la esperanza del todo.
En ``Molinero'', el protagonista también cree haber encontrado a su amante idónea. Y es una muñeca inflable. La misma que, fiel, lo acompaña al cine. Cuando la pandilla callejera lo tunde a golpes y le rasga la piel de plástico de la muñeca, él piensa ``en otra escena muy distinta a la que estaba sucediendo''. Aquí Rivas hace un buen traslado de la imagen de la ficción (la película que acababa de ver) a la de la realidad callejera de la golpiza y del despojo de su amante de plástico. Y otra vez el amor anómalo que, además, se le arrebata. No está mal.
Y no está mal porque la realidad que los propicia traiciona a esos personajes extraviados en un mundo que no les pertenece. Se trata de una realidad que, dentro de su condición engañosa, no miente. Por eso los personajes perdidos de los cuentos de Rivas la aceptan. Parecen demostrarnos que la vida es así, que no hay más.
Dentro del extravío noctámbulo de seres deformes del alma, apenas sorprendidos por su propia desgracia, brilla una esperanza, pero es la esperanza del desahuciado. Es fácil recordar a Poe en el cuento de Los abrazos..., donde una aventura amorosa termina en golpes y sangre, por los dientes postizos de la mujer-deseo. Aunque el asco ya no es de Poe.
En Los abrazos caníbales de Rivas el deseo no falta, lo que falta es credibilidad de la realidad.
José Ramón Ruisánchez,
Remedios infalibles
contra el hipo,
Editorial Joaquín Mortiz,
México,
1998.
Hablar de un lenguaje propio, de experimentalismo y de técnicas innovadoras ya es un lugar común en nuestra literatura mexicana, algunas personas se toman muy en serio estas características, otras, se burlan y juegan con ellas. Este último, es el caso de José Ramón Ruisánchez quien con sus dos novelas anteriores: Novelita de amor y poco piano y Por qué no tenemos otro perro demostró cuán diversa puede ser la escritura de un autor y cuán vana es la búsqueda de un lenguaje y estilo propio. Ahora, en su tercera novela, Remedios infalibles contra el hipo, encontramos, además de los lugares comunes, la mezcla de géneros, la metanarrativa y la intertextualidad de una forma cínica y lúdica. No cabe duda que cuando José Ramón Ruisánchez escribió esta novela-ensayo-biografía puso todo su empeño en provocar al lector ya sea seduciéndolo o irritándolo. Los elementos que pueden incitar lo uno o lo otro son los siguientes: contar una historia muy sencilla (hasta simple) y un ensayo honesto (en ocasiones arrogante y cínico) como cuando confiesa: ``Sólo robo estructuras, métodos, hallazgos mínimos. Jamás tramas.''
Tanto novela como ensayo se turnan para mostrar su entramado y sus diversos personajes, en la primera, Varinia, Nimba y îstival; en la segunda: Joserra (el narrador) y un séquito de novias y amigos. La novela muestra un mundo donde la mentira y la verdad conviven, la comunicación y la incomunicación se disparan y la realidad se vuelve una casualidad recurrente. Por su parte, el ensayo nos devela cómo se fue construyendo y cuál es su juego; dónde quiere llevar a sus lectores, sin embargo, sería sano para su escritura que sólo narrara y olvidara su anecdotario plagado de amigos y novias.
En la escritura de José Ramón Ruisánchez algo muy interesante es cómo parte ante nuestros ojos el ambiente y los sentimientos que permean la vida de su ``generación sin generación'': la soledad, el tedio, el miedo, etcétera. En Y por qué no tenemos otro perro y en Remedios infalibles contra el hipo es vocero de su ``no generación'' y nos muestra qué piensan los jóvenes narradores y qué autores los influyeron: Paul Auster, Julian Barnes, José Emilio Pacheco, Borges, Yasunari Kawabatta, etcétera. Al mismo tiempo, Remedios infalibles... es una novela muy personal en la cual se presentan los errores y los aciertos, donde el autor aparece falsamente vestido y arriesga declaraciones por medio de su narrador-personaje. En general, Remedios infalibles contra el hipo es un libro interesante por su extraño sincretismo, por sus reflexiones, por su humor y por su desafio abierto y cínico.
Avishai Margalit,
La sociedad
decente,
Editorial Paidós,
Barcelona, 1997.
¿Es posible que en una sociedad utilitarista exista la decencia? ¿Qué debe ser la cultura en una sociedad decente? ¿De qué manera, en un Estado de bienestar, creado para paliar la pobreza, puede aflorar la decencia? ¿Es decente una sociedad que humilla al negar el derecho al empleo? ¿Cómo ejerce el Estado la humillación institucional? y, finalmente, ¿qué es una sociedad decente?
Interrogantes que Avishai Margalit responde en su ensayo La sociedad decente (Editorial Paidós.) A través de amplias argumentaciones pero sin pretender contribuir a la teoría porque el término le resulta un concepto vago, nos ofrece una historia sobre la sociedad decente, cuyos héroes son los conceptos.
La idea de una sociedad decente es un concepto macroético vinculado a la organización social. Después de Rousseau, el tema había sido poco tratado en filosofía política, así que es un acierto retomarlo ahora, y especialmente de la manera en que el autor lo aborda en un tono ponderado y echando mano de ejemplos tomados del cine, de la literatura y de la realidad social.
Las tres primeras partes versan sobre la humillación, y la cuarta expone sus manifestaciones institucionales.
Margalit, profesor de Filosofía en la Universidad de Jerusalén, define a la humillación, la dignidad, la autoestima, el respeto a sí mismo y el estoicismo siguiendo a Nietzsche, Kant y otros pensadores, incluyendo a los anarquistas; más adelante se detiene en el honor y la dignidad; así como en la lástima y la caridad, emociones que despierta la humillación.
¿Qué es una sociedad decente? pregunta al abrir cada capítulo, aquélla cuyas instituciones no humillan a las personas, pero no es lo mismo que una sociedad civilizada, ya que ésta no siempre es decente. El Estado es capaz de ejercer la humillación institucional dado que posee los medios para exigir obediencia, pero ninguna institución tiene derecho a abrogarse la soberanía de los individuos; una sociedad que viola los derechos humanos y civiles de las mujeres las está tratando como personas no adultas, no plenamente humanas y, por ende, no es una sociedad decente.
Otra manera de maltratar a los seres humanos es demonizarlos como a las brujas en los siglos XVI y XVII -o recientemente con los observadores extranjeros, agrego-, o mirándolos como parte del paisaje, como se hace con la servidumbre, tratándola como seres infrahumanos. Y el Manual de Carreño y sucedáneos abundan en normas de etiqueta social para inflingir humillación, que a su vez busca la permanencia de la distinción de clases.
¿Pero cuál es el objetivo de la humillación? Sólo uno: demostrar una superioridad absoluta y ganar el reconocimiento de la víctima, lo cual conceptualmente es imposible porque sólo se puede lograr obteniendo el reconocimiento de los otros humanos.
Capítulo especialmente interesante es el de la cultura. ¿Cómo debe ser? Obviamente una que no humille a nadie pero, advierte, habría que pagar un precio cultural y estético y la sociedad decente no precisa de un realismo socialista que presente a las fuerzas progresistas y a los grupos vulnerables de la mejor manera. Entonces ¿habrá que imponer normas? No, ya que se limitaría la expresión individual, y aquí ejemplifica con la pornografía: restringirla al uso individual adulto sería erróneo, pero es correcta su restricción institucional. Manifestaciones de grupos neonazis como los cabezas rapadas justifican su existencia para humillar a otros, por lo que sólo pueden producir valores negativos y no se les puede dar presencia pública en la cultura. Así concluye que una sociedad decente tiene que ser tolerante y plural.
Asimismo, en una sociedad decente las instituciones no deben invadir la vida privada de las personas, lo que sucede con los famosos (pregúntese a Clinton) y en sociedades totalitarias.
Otro punto importante es el que se refiere al Estado de bienestar, creado para erradicar la pobreza a través del insultante recurso de la lástima con el que se humilla a los necesitados.
En sus conclusiones por primera vez emplea el término sociedad justa para definir a la sociedad decente como la justa; sin embargo, hay sociedades justas para sus miembros pero que no son decentes; tal es el caso de Estados Unidos debido al trato que proporciona a los inmigrantes mexicanos; en la misma categoría ubica a Israel que excluye de sus ritos religiosos a las mujeres.
Al finalizar el libro, que cuida matices y detalles a partir de la observación de la vida cotidiana, nos queda claro porqué la de México no es una ciudad decente.