MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Etica y clonación
La fatiga del viaje desapareció cuando vi la gran manta: ``Bienvenidos al Congreso de Zootecnia y Veterinaria''. La emoción apenas me permitió oír las quejas del chofer contra las condiciones del asfalto: ``El ayuntamiento en turno promete que lo arreglará y jamás cumple''. Por cortesía dije que en todas partes era lo mismo y me volví hacia la ventanilla. Desanimado por no encontrar en mí una conversadora más crítica, el taxista explicó el motivo de su enojo: ``Pasan los años y no mejoramos. Estos baches los he visto desde que yo era niño. Aquí nada cambia''.
Con su aclaración, respondió indirectamente a la pregunta que había estado formulándome desde que acepté la invitación al congreso: sí, en Calderas todo resultaba idéntico a lo descrito en las cartas. Miré el reloj. Di por hecho que faltaba poco para el reencuentro: Antonio tenía que ser uno de los congresistas a quienes daban la bienvenida las mantas colgadas en todos los cruceros.
Pronunciar en silencio el nombre de mi amigo no bastó para convencerme de su existencia. Abrí mi bolsa y deslicé la mano hasta el compartimento secreto. Allí guardaba la última carta de Antonio. De toda nuestra abundante correspondencia era la única fechada: ``Calderas, 18 de noviembre de 1991''.
Al principio no creí que aquel silencio fuera a prolongarse años. Si en ese lapso no lo llamé por teléfono fue porque cuando nos despedimos él me suplicó no hacerlo: ``Siempre se escucha pésimo y al final se queda uno con la angustia de oír a una persona y no poder tocarla''. Procuré tranquilizarme diciéndome que tal vez la falta de cartas se debiera a otro largo viaje de estudios. Esperé a que, como en ocasiones anteriores, me llegara un sobrecito con el emblema de alguno de los hoteles donde se hospedaba y desde los cuales me enviaba breves recados, a reserva de escribirme en serio apenas regresara a Calderas.
No fue así. Antonio no respondió a las cartas enviadas a su casa. En la última le pedía, con muy poca elegancia, una explicación acerca de su comportamiento. Al no obtener respuesta enmarqué su existencia entre dos fechas -15 de abril de 1976, el día en que nos conocimos, y 18 de noviembre de 1991, cuando escribió su última carta-, como se hace con las personas que ya han muerto.
Poco a poco, a lo largo de nuestra correspondencia, Antonio y yo dejamos que nuestra amistad se convirtiera en algo mucho más íntimo y profundo. El lo reconoció en sus líneas finales y por eso insistí en buscarlo. Mis esfuerzos fueron tan inútiles como mi tentativa de entender su conducta.
Un día abordé el tema con Marisa, nuestra compañera en la universidad y mi amiga más íntima. Ella me dio su opinión: ``A lo mejor Antonio volvió a casarse y no quiere que lo perturbes; también puede que sea un fracasado y le avergüence darte la cara''.
No pude aceptar semejantes conclusiones. Nuestra amistad se basaba en una confianza total. La habíamos ejercido cuando le hablé de mis decepciones amorosas y cuando él me confesó el error de su matrimonio y la tortura de su proceso de divorcio.
Al fin me propuse olvidar a Antonio. Creí haberlo conseguido hasta que recibí la invitación para asistir a un congreso de zootecnia y veterinaria en Calderas. Tuve ciertas reservas pero las desvanecí con la excusa de ser la única participante del DF. A vuelta de fax acepté la oportunidad y enseguida escribí mi ponencia: ``Etica y clonación''. Muchas veces suspendí mi trabajo imaginando las bromas que haríamos Antonio y yo acerca del tema.
Fue otra vez Marisa quien intentó ponerme en guardia: ``Ha pasado mucho tiempo, a lo mejor ya hasta dejó la veterinaria''. Creyéndome en vísperas de recuperarlo, negué lo que pudiera alejarme de Antonio y me escudé en el pensamiento mágico propicio a mis fines: ``Esto es cosa del destino. Que yo recuerde, nunca se ha hecho una convención de veterinaria en Calderas; si ocurre ahora es por algo''. Con mi razonamiento, lo único que logré fue que Marisa estuviera burlándose hasta la mañana en que me llevó al aeropuerto. Allí me hizo prometerle que la tendría al corriente de todo.
Cuando entramos en Calderas, recordé el domicilio de Antonio. Lo temprano de la hora me evitaba la tentación de llamar a su puerta. Le pedí al chofer que me dejara en la calle Hidalgo. Frenó abruptamente y sin volverse preguntó: ``¿Cuál de todas? Aquí tenemos catorce calles con ese nombre''. No supe qué responder y cinco minutos más tarde me encontré a las puertas del hotel: ``Bienvenidos, congresistas''.
Como presidente del Centro de Estudios Veterinarios de Calderas, Antonio estaba obligado a ser uno de los anfitriones. Tendría que recibirme a las siete de la noche, hora en que comenzaban las sesiones. La idea de un encuentro tan profesional me pareció poco romántico y ya en mi habitación, bajo la regadera, pensé en algo más íntimo. Recordé las advertencias de Marisa y opté por algo intermedio: la sorpresa.
Pasé el día recorriendo la ciudad: desde el museo hasta el zoológico. Al fin entré en un restaurancito encantador. Me reí al imaginar que cuando le contara a Marisa mis aventuras turísticas no sabría darle señas precisas de nada porque en mi recorrido no había pensado más que en reencontrarme con Antonio y en su sorpresa. Durante los años que estuvimos en contacto le mandé varias fotos. El, ninguna. Evocaba inexactamente sus facciones, pero aún tenía el recuerdo preciso de su cabello, demasiado corto para la época. La idea de que hubiera perdido el pelo me hizo reír y también recordar el compromiso de hablarle por teléfono a Marisa. Buen pretexto para volver al hotel. Quería arreglarme bien para el momento de recuperar al hombre de mi vida.
A las seis de la tarde salí de mi habitación. En los pasillos había mesitas con folletos y ramilletes de azaleas. En el lobby me recibió un ejército de edecanes: el cabello restirado y el mismo traje negro les daba una semejanza extraordinaria. Me cercioré de haber metido en la carpeta de piel mi ponencia, ``Etica y clonación''.
Me acerqué a la recepcionista, peinada y vestida también con severidad: ``¿Podría vocearme al doctor Antonio Trujillo?'' La joven me preguntó sonriendo: ``¿Cuál?'' El estúpido prejuicio centralista me hizo creer que la empleada había equivocado el quién por el cuál. Aclaré: ``Al doctor Antonio Trujillo. Vocéelo, si es tan amable''. La recepcionista levantó las cejas, tomó el microfonito y repitió: ``Al doctor Antonio Trujillo lo buscan en recepción''.
Me dirigí al bar. Ordené un martini seco y me sentí personaje de Casablanca. Se lo confesaría a Antonio en cuanto lo viera. La perspectiva me emocionó. Para disimularlo intenté releer mi ponencia pero la sensación de ser observada me obligó a levantar la cabeza. Entonces vi no a uno sino a seis hombres que me miraban expectantes.
La recepcionista advirtió mi desconcierto y se acercó para decirme al oído: ``Por aquí hay muchas familias que se apellidan Trujillo y nuestro patrono es San Antonio. Quise decírselo, pero como me pareció que se molestaba...'' La explicación me recordó al taxista y no tuve más remedio que ponerme de pie y saludar a los colegas que me acompañaron hasta el auditorio.
En la noche, durante la cena de bienvenida, observé a los congresistas. Ninguno tenía el cabello ni el sentido del humor de Antonio. Decepcionada, a la mañana siguiente abandoné el hotel. Me llevó al aeropuerto el mismo taxista que me había recibido. Le obsequié una propina y él me entregó su tarjeta. La leí cuando, a punto de aterrizar, me propuse destruir la carta que llevaba en la bolsa. Al sacarla vi en la tarjeta del chofer: ``Antonio Trujillo. Hidalgo 29''. No pude leer más. Los números estaban borrados.