Ha padecido la ciudad de México a lo largo de su historia. En realidad, no podía ser de otra manera, ya que nuestros antepasados aztecas, por razones políticas, económicas y religiosas, decidieron fundar su capital en la parte más baja de la cuenca, en unos islotes que sobresalían de las aguas. Cinco hermosos lagos la rodeaban: Texcoco, Xochimilco, Chalco, Zumpango y Xaltocan.
En los islotes edificaron sus templos y palacios principales, y en los alrededores crearon sus barrios con el ingenioso sistema de chinampas, ésas que aún podemos admirar en Xochimilco. Así surgió una urbe prodigiosa cruzada de canales, que lograban la mayor parte del tiempo un equilibrio de las aguas. Sin embargo, no estuvo libre la ciudad de inundaciones y, para evitarlas, bajo la sabia dirección del emperador texcocano Nezahualcoyotl, se edificó un sólido dique que separaba las aguas saladas del lago de Texcoco de las dulces del de México. Esta obra fue conocida por los españoles como el albarradón de los indios y fue destruida y rehecha en múltiples ocasiones.
Ya hemos hablado del desequilibrio que ocasionó el que se cegaran acequias y canales, con objeto de que los hispanos tuvieran calles para sus caballos y carruajes. Esto agudizó los problemas de invasión de las aguas. El asunto se tornó tan severo que, tras múltiples elocubraciones debido al alto costo y al gran número de indios que se requerían, se optó por hacer una obra magna, que sacara de la cuenca los caudales más peligrosos.
Para ello, se contrató a un polifacético personaje --impresor, editor, intérprete, ingeniero-- de origen alemán, que castellanizó su nombre al de Enrico Martínez. El retomó una propuesta del siglo XVI, que consistía en juntar el agua de dos lagunas y un río, sacarlas por una profunda zanja que pasaría por el pueblo de Huehuetoca, abrir un gran tajo en el cerro de Nochistongo y por allí drenar el noble fluido, que al desbordarse se torna en maligno.
Poco tiempo antes de concluir estos trabajos, en septiembre de 1629, llovió torrencialmente durante días, para alcanzar el cenit con un aguacero que se inició el día de San Mateo, el cual duró 36 horas seguidas con el resultado de que la ciudad completa se anegó, y así permaneció a lo largo de cinco años.
Las consecuencias fueron catastróficas: 30 mil indios murieron ahogados o de hambre; de las 20 mil familias españolas que poblaban la ciudad, sólo quedaron 400, y la mayoría se fue a Puebla, que en ese entonces comenzó a engrandecerse. Se clausuraron los templos, los conventos fueron abandonados y el comercio cerró; hubo hambrunas y epidemias, y las misas se celebraban en balcones y azoteas. Las imágenes de los santos más milagrosos se pasearon en canoa por toda la ciudad pidiendo alivio a tantas calamidades.
Durante la prolongada catástrofe, se planteó la necesidad de cambiar la ciudad de México a zonas más altas; los sitios favoritos: Tacubaya o Coyoacán. Pero necios como somos dijimos que no, que ``aquí nos tocó vivir''.
Muchos años duró la reconstrucción, que finalmente tuvo su lado bueno, pues las viejas casonas, toscas, con aspecto de fortaleza, fueron sustituidas por mansiones de estilo barroco con balcones, hermosos portones, recubiertas de elegante tezontle avinado y decoradas con tersa piedra plateada.
Esta amarga experiencia aceleró el desagüe de la antigua capital mexica, pero nunca logró terminar del todo con las inundaciones, como lo estamos viendo en estos días. No olvidemos que los 14 ríos que alimentaban la cuenca allí están; aunque los hayamos entubado y estúpidamente los arrojemos al drenaje profundo, continúan llegando a las orillas de la capital y cuando se salen de madre buscan sus viejos caminos. Las aguas, ya lo decían los abuelos, tienen memoria.
Y en recuerdo de un bello río que cruza sin problemas varias ciudades europeas vayamos a comer al restaurante El Danubio, en Uruguay 3, unos extraordinarios mariscos que, si tiene suerte, pueden ser percebes, acompañados de un buen vinillo blanco ¡seco!