La decisión de la Suprema Corte de Justicia, por mayoría, de legitimar el cobro de intereses sobre intereses, dista de ser un asunto exclusivamente jurídico. De que no es palabra divina o algo por el estilo, da testimonio el hecho de que la decisión no fue unánime. Y las leyes cambian según la sociedad de la que emanan.
Por ejemplo, a raíz de la Revolución Mexicana se promulga una nueva Constitución. Por eso, desenterrar leyes de tiempos del porfiriato para justificar una decisión es, por lo menos, discutible. Y en cuanto a la justificación derivada de que esto se permite en otros países, ese argumento ignora las enormes diferencias entre aplicar el cobro de intereses en esta forma en una y otra situación.
Por ejemplo, en Estados Unidos la tasa anual de interés en préstamos al público no está muy lejos, en promedio, de 12 por ciento, aunque cambia según el tipo de crédito, el plazo, etcétera. Eso equivale a uno por ciento al mes. Si los intereses se acumulan cada mes, como sucede en la tarjeta de crédito, la tasa anual efectiva pasa a ser de 12.7 por ciento. Aumentó relativamente poco. Pero en México se cobra por el adeudo de una tarjeta de crédito, en estos días, 5.5 por ciento al mes, nominalmente equivalente a 66 por ciento anual. Aplicado como se aplica, o sea acumulando intereses al capital sobre el que se cobran intereses el siguiente mes, resulta una tasa anual efectiva de 90.1 por ciento.
Esto ya podría caber dentro del concepto de usura, ese sí contrario a nuestra actual Constitución, si lo comparamos con la tasa de aumento de precios oficialmente esperada para este año de 12 por ciento, o la tasa a la que apuntan los datos de precios del Banco de México, de aproximadamente 15 por ciento en todo este año. Uno de los efectos prácticos de corto plazo de la decisión de la Suprema Corte es la posibilidad de que los bancos embarguen masivamente departamentos, automóviles y otros bienes de deudores que no han podido pagar estos intereses tan elevados. En muchos casos, cuando se compró el bien a plazos, las tasas eran mucho más bajas. Luego se dispararon a raíz de las devaluaciones de 1994 y 1995, y ahora se disparan otra vez.
Si estos embargos masivos se producen, eso no sólo afectará a los deudores, sino que profundizará esta crisis que oficialmente no existe. Por un lado, los deudores dejarán de comprar muchas cosas. Otros usuarios de tarjeta de crédito se cuidarán de no caer en este tipo de situaciones y preferirán comprar lo menos posible. La venta por remate de los coches embargados le quitará parte de lo que queda del mercado interno a los fabricantes de automóviles, y así sucesivamente.
De esta forma, mientras que a algunos funcionarios nuestros les preocupa seriamente la crisis... en Asia, y presentan lo que vivimos a diario como simple reflejo de los sucesos que vienen del exterior, se están adoptando medidas que profundizan nuestra propia crisis. Esto, más los pronósticos de un escenario internacional poco favorable para 1999 y en un contexto de alta dependencia de los sucesos exteriores y de casi nulas defensas de nuestra economía, tiende a reforzar la posibilidad de que, como mencionamos recientemente en este espacio, esta crisis ``haga puente'' con la del año 2000 ligada a las incertidumbres de los inversionistas sobre la sucesión presidencial. De ahí la importancia de una revisión de la política económica y de la construcción de una alternativa que permita hacer frente a esta situación.