La Jornada domingo 11 de octubre de 1998

KOSOVO: SALIDA EQUIVOCADA

La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) podría lanzar un ataque contra Yugoslavia en cualquier momento, con el objetivo de obligar a Belgrado a cumplir la resolución 1199 de la ONU sobre Kosovo. La ofensiva, según palabras del propio secretario de Defensa de Estados Unidos, Wiliam Cohen, podría comenzar el próximo 20 de octubre, cuando la luna nueva ofrecerá mejores condiciones para la operación de los bombarderos, entre los que figuran los nuevos aviones estadunidenses B-2, nunca antes utilizados en misiones de combate.

La escalada prevista es aterradora: primero, la aviación de la OTAN tratará de acallar la artillería antiaérea yugoslava, y después se podría recurrir a la intervención terrestre con fuerzas calculadas entre 15 mil y 60 mil soldados. La respuesta también es previsible: en caso de optar por la resistencia, Yugoslavia cuenta con una fuerza antiaérea eficaz, y la lucha en tierra sería muy cruenta, sobre todo en las montañas.

A los desastres que ha sufrido la región y a los conflictos que la han ensangrentado, la OTAN agrega ahora un ataque que podría convertirse en una guerra en los Balcanes. Pero de este modo juega con fuego, pues además de la pérdida de vidas y de bienes materiales, una intervención de este tipo tendría consecuencias funestas.

En primer lugar, reforzaría el nacionalismo serbio y al gobierno de Milosevic que se pretende castigar, y llevaría a una escalada de racismo y xenofobia en la región. En segundo lugar, violaría el derecho de autodeterminación de las naciones, ya que una intervención armada internacional para acabar con la represión a un separatismo o a un movimiento guerrillero interno, como la que lleva a cabo Belgrado en Kosovo, podría sentar precedentes indeseables. En tercer lugar, constituiría una ofensa a Rusia -que se opone a la intervención militar y cuyo ejército es nacionalista y difícilmente podría soportar su actual impotencia- y a Grecia misma, pues cambiaría la relación de fuerzas en los Balcanes, además de amenazar la estabilidad de toda la zona.

Es evidente que la represión, las atrocidades y las violaciones a los derechos humanos que se cometen en Kosovo deben ser detenidas -pues constituyen un atentado contra la humanidad-, y es indispensable imponer un castigo a los responsables. Pero de allí a suponer que las represalias militares permitirán la distensión completa en la región, la reconciliación de las partes en conflicto y la apertura de negociaciones entre Belgrado y los separatistas de Kosovo, existe un largo trecho.

Por consiguiente, la guerra de Kosovo no debe comenzar. En lugar de una intervención militar -salida simplista que ahonda los odios, cierra las vías de negociación, enfrenta a los países y fortalece los nacionalismos extremos-, habría que potenciar al máximo las gestiones diplomáticas para encontrar una salida pacífica al conflicto, conceder ayudas económicas para la reconstrucción y la asistencia humanitaria, y promover el establecimiento de las condiciones democráticas que permitan, tanto a los serbios como a los kosovares, decidir por sí mismos su destino.