Le pregunté a Don José en aquella comida en el Palacio de San Ildefonso en México si el nombre de su personaje de Todos los nombres, Don José, lo había escogido en homenaje a sí mismo, y me respondió con esa sonrisa humilde que lo desarma, pero desarma antes a su interlocutor, que le había puesto Don José a su personaje porque no se le había ocurrido otro nombre más humilde. Ya estaba antes Don José el carpintero en las páginas de su Evangelio según Jesucristo, y ahora don José nos salía con éste otro Don José el amanuense.
Don José el amanuense. Un oscuro burócrata, muy humilde, que se pasa la vida asentando nombres de muertos en el registro público y vive allí mismo, soltero y solitario, y desde esa soledad comienza a vivir una inmensa historia de amor, dramática, misteriosa, sorpresiva, pero un amor de papeles como corresponde a un cumplido amanuense. Una alegoría, una novela negra, una novela de amor.
El amanuense Don José enamorado de una mujer desconocida que es sólo una ficha en el registro, sale a buscarla en la gran aventura de su vida, y vuelve al final para comparecer delante del gran registrador, dueño de los destinos, vidas y muertes, dentro del sombrío edificio antiguo donde están registrados todos los nombres.
Le pregunté también a don José, con esa impertinencia que uno pone al interrogar a los escritores que a lo mejor ya han olvidado los detalles de la trama del libro, porque están dedicados a urdir la del siguiente, si Pastor de El Evangelio según Jesucristo era el mismo Pastor que al final de Todos los nombres acerca su rebaño de ovejas al cementerio donde Don José el amanuense busca la tumba de su amada, el diablo vestido otra vez de pastor de ovejas; aquel Pastor que en medio del lago Tiberíades, solo con Jesús en una barca solitaria, lo interroga, y lo tienta, uno de los más bellos pasajes de todas las literaturas. Me dijo don José, con sonrisa compasiva, que sí, que tal vez.
Era en marzo cuando estábamos en México esa vez, para el encuentro Geografía de la Novela convocado por el Colegio Nacional, gracias a Carlos Fuentes, y cuando conocí también a ese otro gran escritor que busca siempre cómo pasar inadvertido y ojalá sea Premio Nobel alguna vez, el sudafricano J. M. Coetzee, que ha escrito por lo menos dos espléndidas novelas Espeerando a los Bárbaros, y Foe.
Don José apareció esos días en todos los periódicos hablando con dignidad y valentía sobre Chiapas. Nos habíamos encontrado por primera vez la tarde anterior en el acto presidido por Cuahtémoc Cárdenas en que México era proclamada ciudad de refugio para los escritores perseguidos, fui directo a él por su imagen de las fotos, y por aquella sonrisa suya tan cálida y tan franca fue como si nos hubiéramos conocido desde siempre.
Ese hombre con cara de profesor universitario, de estatura imponente y andar juvenil, tez morena y lentes de gruesa montadura, está sonriendo siempre con tranquilidad salvo cuando se enoja a fondo en defensa de las buenas causas, frente a las que no puede ser sino radical a fondo, una palabra tan manoseada hoy, radical, pero a la que don José concede tanta dignidad en sus palabras, y en sus actos.
Nos habíamos encontrado otra vez en Madrid, en los ritos multitudinarios de la Feria del Libro del Retiro, parvadas de lectores yendo y viniendo por las ala- medas, cada oveja con su pareja, diríamos, cada rebaño con su pastor, cada escritor en su caseta, unos con su cola de lectores devotos como don José, firmando con pausas cordiales, otros suspirando por los lectores, como una enamorada en su ventana, toda una feria de las vanidades, como la de Thackeray en su novela inolvidable.
Ahora era junio en Lanzarote. Entró don José con Pilar, su mujer, a la Casa de la Cultura de Arrecife, frente a los arrecifes de la playa de pocos bañistas en el atardecer del principio de otoño, como un vecino más, tranquilo y circunspecto (si hubieran sido los años treinta a lo mejor hubiera llevado sombrero panamá, y si principios de siglo bastón con empuñadura de plata) para asistir a la presentación de mi novela Margarita está linda la mar, un famoso tan famoso por los pasillos, dando sin protagonismo sus puntos de vista a la hora del diálogo con el público desde su asiento de primera fila, y luego por las calles para subirnos al pequeño coche, cruzándose con los turistas alemanes, rojos como langostas cocidas, como seguramente Robert Graves andaba por las calles de Dejá en Mallorca, lejos de todo alarde publicitario.
En el restaurante de Puerto del Carmen seguimos hablando de literatura, y un poco de soslayo hablando del premio Nobel, ése es un tema que a don José no mucho le gustaba, y decía Pilar: cada vez que se acerca el anuncio del ganador, acampan los fotógrafos y los camarógrafos frente a la casa, y sólo se van cuando no hay nada, se lo dieron a otro. Pero también hablamos, y bastante, de América Latina; don José es esa clase de profeta laico que explica sus posiciones como analista, con opiniones reposadas y seguras, pero irreductibles.
Y por fin quiero contar esto último, saliendo esa alta medianoche de su casa de Los Topes en el poblado de Tías, las casas blancas en el paisaje de hierro de Lanzarote, le dije: ``Don José, éste será el último año que tendrá a los fotógrafos y a los camarógrafos acampando frente a su casa''; y me hizo un gesto con la mano, como apartándose de la cara la idea, sonriente, qué va a ser.
Y fue. Le han dado el premio Nobel a un gran escritor de este siglo, se lo han dado a la lengua portuguesa, que es como dárselo al mismo tiempo a Eca de Queiros, a Pessoa, a Machado de Assis, a Guimaraes Rosa; pero también se lo han dado a la lengua española, porque don José es muy nuestro. Y a la dignidad que él representa.
Managua, octubre de 1998.