Horacio Labastida
Javier Barros Sierra

La universidad se sustenta fundamentalmente en tres supremas instancias axiológicas: la Libertad como condición sine qua non de su Academia; la Verdad como el único compromiso absoluto que orienta sus tareas, es decir, sin relatividades con el engaño y la mentira; y el Bien como sustancia de justicia social que la vincula con los pueblos, en el sentido de que las verdades halladas deben ser fuente creadora de la convivencia equitativa y no opresiva entre los hombres. ¿Qué otra connotación podría tener la Verdad?; concebirla como un puro goce de la inteligencia consigo misma, a la manera de los clásicos de la Escolástica, fue la causa de que sus mayores corifeos medievales y posmedievales estén ahora definitivamente sepultados en el olvido.

No ha sido fácil a la universidad mexicana adueñarse de esas tres instancias supremas; para lograrlo ha venido librando hermosas y bellísimas luchas en el brevísimo tiempo de nuestra historia independiente. La primera fue la que emprendieran José María Luis Mora y la generación ilustrada de 1833, cuando propiciaron la purgación del secular dogmatismo de la Universidad Pontifica colonial y las herencias que nos legó en los primeros lustros de nuestra existencia soberana. Los llamados a la libertad y a la verdad fueron claros y rotundos: la marcha del país exigía el conocimiento y uso de la ciencia por el pueblo, y esto sería imposible en una cátedra aherrojada de antemano por verdades incontrovertibles que excluían sin más las riquísimas informaciones de la experiencia de las cosas, cuyo triunfo sobre el a priori estaba preparándose desde el instante en que un Galileo acosado por la autoridad papal pronunció el célebre E pur si muove!, batalla aquella, la de Mora y su generación, que con triunfos y derrotas reinició el reformista Gabino Barreda al introducir el positivismo en el papel de único educador en la docencia de la época. Precisamente su carácter dogmático lo condujo al enorme fracaso que vislumbró Justo Sierra en 1910, al fundar la universidad mexicana rodeado de las ostentosas Fiestas del Centenario; su llamado de auxilio a la filosofía simbolizada en los aleteos de la Atenea helénica que el distinguido maestro escuchara en las aulas, dio sustento al ataque demoledor que los jóvenes de esa época, animados por Pedro Henríquez Ureña, lanzaron contra las insoportables limitaciones impuestas por Comte y Spencer a los horizontes de las ciencias.

La advocación de la Generación del Ateneo y los enormes esfuerzos de Antonio Caso y Sotero Prieto en la recién inaugurada Escuela de Altos Estudios no fructificarían de manera cabal frente a las presiones y exigencias del presidencialismo militarista de Obregón-Calles, obsesionado por determinar de acuerdo con sus intereses el curso de la vida universitaria, pero una vez más el espíritu volvió a campear entre los mexicanos al defender la autonomía universitaria ante el absolutismo representado en 1929 por la jefatura máxima de la revolución. El triunfo de los estudiantes ya no tuvo regreso: una universidad sin libertad ni verdad no es universidad, y desde entonces las semillas han fructificado de manera fecunda y admirable en las actuales universidades autónomas del país y en la magnífica Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

La autonomía es garantía de libertad como camino hacia la Verdad, y nótese bien, en la medida en que la Verdad llega al pueblo por medio de los egresados universitarios y sus actividades de difusión de la cultura, en esa misma medida la Verdad es Bien común o sustancia ética de la justicia social. Estos fueron los valores que pretendió aniquilar el presidencialismo autoritario del 68 enraizado en la violencia castrense del maximato callista y en la del civilismo corporativo del autoritario presidencialismo sembrado en 1947; pero la estrategia gubernamental fracasó totalmente a pesar de la brutalidad puesta en práctica al cañonear la sagrada puerta de San Ildefonso, masacrar a los rebeldes indefensos en Tlatelolco y martirizar durante años a muchos de los líderes estudiantiles, en cárceles militares y policiacas. Nunca lo sospechó el presidente Díaz Ordaz; nunca supuso ni admitió hasta su muerte que su figura sería arrojada al cuarto de los trastos viejos de la historia desde el instante en que el rector Javier Barros Sierra recorrió México izando de cara al enemigo las banderas universitarias de libertad, verdad y justicia. Esta es la lección que los mexicanos recogemos a los 30 años de la masacre de Tlatelolco, lección llena de esperanza a pesar de los negros vaticinios que nos rodean en estos días aciagos en que parecen triunfar la usura bancaria y los fraudes del Fobaproa.