En un ambiente de crispación, el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) emitió ayer un esperado fallo que, en resumen, establece la legalidad de la capitalización de intereses y la no supletoriedad de los códigos Civil y de Comercio en lo relacionado con los contratos de crédito bancario. Con la elaboración y votación de los dictámenes correspondientes -aprobados por la mayoría de los ministros de la SCJN- la máxima instancia del Poder Judicial ha cumplido su tarea y ha concluido su participación en un problema social, político y financiero de dimensiones nacionales que, ciertamente, dista de haber sido solucionado.
Es importante considerar que, en este caso, la responsabilidad de la SCJN no consistía en arbitrar el conflicto entre unos y otros, sino en dilucidar la pertinencia y los ámbitos de aplicación de instrumentos legales, lo que se denomina una ``contradicción de tesis''. Como lo señaló la propia institución, ``no se trató de un juicio entre dos partes en conflicto, sino de un procedimiento para establecer tesis jurisprudenciales''.
Sin afán de descalificar la afirmación anterior, resulta innegable, por otra parte, que el procedimiento legal mencionado se enmarca en el contexto de la confrontación entre deudores y banqueros que viene desde el sexenio pasado -como la misma organización de El Barzón- y que la crisis iniciada a principios del presente convirtió en un acuciante problema nacional que, ciertamente, no puede ser resuelto únicamente por la vía jurídica, y ante el cual el país no debe permanecer impávido.
En síntesis, el crecimiento exponencial de los pasivos impulsado por el desquiciamiento económico de diciembre de 1994 colocó a más de un millón de mexicanos ante la perspectiva de perder parte sustancial o la totalidad de su patrimonio, y en la gestación de esa circunstancia inaceptable e indignante, la poca previsión de los propios endeudados fue el factor menos decisivo, toda vez que no estaban en condiciones de prever la catástrofe financiera. Las responsabilidades nodales de este conflicto recaen, en primer lugar, en las autoridades económicas del gobierno federal -tanto las del sexenio anterior como las del presente-, que obraron con base en espejismos de prosperidad y con una manifiesta torpeza; en segundo, en las propias instituciones de crédito, que debieron haber actuado con mucho mayor conocimiento de causa y que, en cambio, se engolosinaron repartiendo créditos a diestra y siniestra sin verificar de manera seria la capacidad de respuesta financiera de los acreditados, y sin reparar en que las mismas condiciones leoninas y usureras de los contratos respectivos hacían poco viable -o inviable del todo- la recuperación de los préstamos.
Con el argumento de que no se debe propiciar la ``cultura del no pago'', el poder público se ha mantenido, en los últimos cuatro años, fiel a su política de abandonar a los deudores a su suerte, esperando que el problema de la cartera vencida se resuelva por sí mismo. El ADE, el Fobaproa y otros mecanismos supuestamente creados para destrabar el conflicto se han orientado, en cambio, a dar seguridad a los depósitos de los grandes cuentahabientes y a garantizar la sobreviviencia empresarial de los bancos privados, todo ello con cargo al erario público.
En tanto, el problema sigue sin acercarse a una solución de fondo. Por el contrario, tiende a profundizarse y a expandirse, y si los criterios generales emitidos ayer por la SCJN se tradujeran en un alud de sentencias de embargo contra los deudores, ello desataría un masivo descontento político y social de consecuencias necesariamente desastrosas.
En estas circunstancias, es necesario que el gobierno y los bancos privados asuman de una vez por todas su responsabilidad y establezcan mecanismos reales de apoyo a los deudores. Por su parte, el Poder Legislativo debe tomar cartas en el asunto y emprender las modificaciones legales necesarias para impedir que vuelva a gestarse una crisis de cartera vencida como la que hoy padecemos.