Pedro Miguel
Tranquilidad

Vas a bordo de un avión de línea que se acerca a su destino. Cuando crees que van a empezar las maniobras de aterrizaje, el aparato cambia de opinión y se pone a volar en círculos alrededor del aeropuerto. Al cabo de un rato, miras hacia abajo y ves que sobre la pista chiquita empiezan a estacionarse pequeños camiones de bomberos y diminutas ambulancias. Así percibo las declaraciones tranquilizadoras de organismos y funcionarios nacionales e internacionales y las recientes medidas del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional para evitar una nueva crisis.

Por eso, hoy me levanté temprano en previsión de un nuevo apocalipsis. Tal vez no tenga lugar, acaso no ocurra esta misma mañana, pero nos tienen tan acostumbrados a escuchar las campanas que doblan a desastre que preferí mantenerme alerta, como los perros de Pavlov, listos a salivar ante el menor estímulo. 1976, 1982, 1983-88, 1994-95 son, más que números, cicatrices de la memoria y del bolsillo, marcas dolorosas y familiares que te permiten reconocer la crisis al primer síntoma.

Y hay ese par de ronchas, la caída de los precios petroleros y las turbulencias asiático-rusas. Y hay esa tercera roncha, que son los expertos que dicen, en tres tonos distintos, y con razones contradictorias, que no va a pasar nada, y llaman a la calma mientras hacen ejercicios respiratorios de yoga para controlar la sudoración y para relajarse ante las cámaras.

Con esos signos a la vista, hoy bajé de la cama a primera hora, puse agua y semillas en los respectivos recipientes de la jaula del loro, hice un rápido paso por la ducha, puse agua a calentar en la estufa y me senté a esperar un nuevo fin del mundo.

Ahora mismo me pregunto si lograré estrenar el refri o si me veré obligado a cancelar la compra. A fin de cuentas, no es tan necesario. A otros va a tocarles peor que a mí: no estarán contemplando la obsolescencia de sus enseres domésticos sino el agotamiento rápido de su alacena, de su botiquín y de su guardarropa. Pero en una de esas y nos vamos todos al diablo. En esta fragilidad universal, qué les garantiza a los personajes de Forbes que no se verán en la necesidad de ponerse calcetines agujerados. Aunque quién sabe: la riqueza extrema siempre tiene recursos para salir del paso y en una situación tan desesperada podría aparecer la moda de no usar calcetines.

El sol está metiéndose por todos los rincones de la casa y ha conseguido que el loro se ponga de mal humor. No le gusta asolearse, y menos a estas horas de la mañana. Perdón, loro. Con la discreta incertidumbre económica que nos recorre a todos, he olvidado bajar la persiana de tu lado. Ya está. Ya está lista tu sombra. Si hubiera una persiana para guarecerse de los calcinantes rayos solares de la crisis. Si existiera una cornisa para protegernos de la lluvia financiera. Si un plomero nos garantizara que están bajo control las fugas y que las tasas de interés no nos ahogarán en aguas negras. Pero la economía y las finanzas, al parecer, son disciplinas mucho más complicadas que la plomería y la albañilería, y los expertos en ellas no pueden darnos la certidumbre simple y eficaz con la que opera cualquier maestro de obras. Lástima.

También puede ocurrir que no ocurra nada y que yo esté chapoteando, de manera ridícula, en mis propias paranoias, mientras observo al Sol consolidarse en el cielo por encima del Cerro de la Estrella. Este día la capa de contaminación es apenas un delgado acetato de presentación y permite mirar con nitidez ese perfil remoto. Entre las brumas del ozono o del plomo, o bien, de vez en cuando, bajo un aire límpido, los últimos 18 años he despertado mirando el trazo del Cerro de la Estrella como una firma en el horizonte. Es la firma de la realidad.

Ahora la realidad se muestra más esquiva que ese accidente topográfico donde los aztecas hacían sus ceremonias del Fuego Nuevo. El horizonte está cargado de síntomas y los sumos sacerdotes del quehacer económico no logran ponerse de acuerdo entre ellos, y es posible que decidan sacrificar --como en tantas ocasiones anteriores-- unos miles o millones de humanos para calmar las iras inflacionarias o deficitarias de los dioses. Por eso he despertado muy temprano, he dado de comer al loro, me he bañado y he puesto agua a calentar. Es importante estar cómodo y no tener cosas pendientes. Ahora puedo sentarme a mirar cómo el mundo se va al carajo.