El movimiento estudiantil de 1968 fue el punto climático de una larga lucha de la sociedad mexicana por abrir las instituciones políticas y adecuar los usos del poder a las condiciones de un país moderno.
La juventud urbana expresó en la plaza pública lo que no se podía en otros ámbitos, como el sindical y el campesino. Por algo, José Revueltas leyó en las jornadas del 68 la explosión civil, imaginativa y generosa de una historia subterránea que venía del movimiento ferrocarrilero encabezado por Demetrio Vallejo, la disidencia magisterial de Othón Salazar con el Movimiento Revolucionario del Magisterio y de otras muy diversas experiencias agrarias y populares de los años cincuenta y sesenta.
Se trató de un encadenamiento de experiencias sociales, políticas y culturales que explica uno de los reclamos centrales del movimiento (``libertad a los presos políticos'', a Vallejo y Campa entre muchos otros), pero que explica sobre todo el impacto nacional, a largo plazo, de un movimiento que algunos han querido descalificar por su carácter ``clasemediero'' o por la nunca probada ``conjura extranjera''.
Lo único cierto es que, clausurados los espacios de pluralidad en el mundo del trabajo y la vida productiva, en la esfera política y en los medios de comunicación, los estudiantes tomaron la estafeta en la lucha por las libertades públicas y los derechos civiles.
No se hablaba, como hoy, de cambio democrático o transición, pero las demandas del movimiento no planteaban otra cosa que la transformación de la vida política en un sentido democrático: diálogo a la luz del día, legalidad, justicia, respeto a la diversidad ideológica, reformas jurídicas que eliminaran aberraciones como el ``delito de disolución social'', libertad de organización política y sindical, fin al uso indiscriminado de la fuerza pública.
Reconocer la continuidad de las luchas sociales, la persistencia de la memoria colectiva, no sólo sirve para explicar las razones profundas de una movilización civil, pacífica y legal -no exenta de turbulencias y tensiones-, sino también y principalmente, para garantizar que las vidas sacrificadas antes, durante y después del 2 de octubre de 1968 no fueron en vano. Esa continuidad subterránea o en la superficie, inconsciente o plenamente asumida, asegura que la esperanza y el sueño no fueron truncados por la represión, la cárcel y la muerte.
A treinta años del movimiento estudiantil, a treinta años de los acontecimientos en Tlatelolco, ha llegado el momento de reconciliarnos con el pasado. No cerrar expedientes, sino curar heridas, de tener madurez en el esclarecimiento de los hechos y un balance que fortalezca la memoria histórica del país. Olvidar la tragedia es imposible, pero tampoco habrá que desdeñar las enseñanzas de un movimiento que abrió rutas para la evolución política, social y cultural de México.
Antes que de una apropiación oportunista del pasado, se trata de que el país asuma cabalmente el 68: sus lecciones de imaginación y rebeldía justificada, su heroísmo e innovaciones, sus miserias y riesgos, su desenlace dramático y su persistencia en la memoria. Se trata de rescatar lo mejor del movimiento como patrimonio colectivo, clarificar los motivos que ``justificaron'' la respuesta inflexible, feroz, del sistema político, para desterrar de nuestra vida pública el menor riesgo o la mínima tentación de recurrencia autoritaria.
No tengo la menor duda: el mejor homenaje que podemos rendir a la generación del 68 es continuar, extender, consolidar el tránsito hacia una democracia plena y atender el reclamo social: tenemos hoy más pobres y una concentración del ingreso más injusta que entonces.
A treinta años del 68, la esperanza sigue teniendo el rostro de un país justo, libre, equitativo, democrático. Un país que responda a las expectativas de los jóvenes de hoy y que esté a la altura de los sueños de la juventud que viene.
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