Hermann Bellinghausen
Los prodigios

La frontera eléctrica donde sucede la tormenta, más allá de las montañas, quiere desmentir la cerrada negrura de la noche. Chispazos breves, irregulares, muy intensos, salpican un azuloso gris metálico que cunde el aire y tiñe de enfermiza plata las crestas de las olas que desfallecen contra el islote La Estrella y las playas de Macaria.

Tierra adentro, los prolongados intervalos de oscuridad se rasgan de relámpagos sin dirección que no caen. Un resplandor irrumpe con su caligrafía nerviosa y pinta una serpiente en ascenso que agrieta la noche, se trifurca como pezuña y desaparece en la oscuridad otra vez cerrándose. Un estruendo lejano. Nuevos fulgores. Un relámpago abre su araña un tenso segundo y luego se borra. Negrura total otra vez. Inestable silencio.

Las sombras no existen, la siluetas furtivas no fijan la retina que las mira y sólo revelan formas como presentimientos. Clancy agita las alas de su blusa desabotonada por el borde espumoso de la resaca.

A ratos la lámpara sorda de Horacio flashea y permite una imprecisa composición de lugar, que no alcanza para animar a Trampero a perseguir cangrejos o Clancy, y permanece echado.

En la línea invisible del horizonte aparece y desaparece al capricho de las mareas la luz del buque de los guardacostas.

-Para lo que sirven los desgraciados -dice Horacio.

Moreira, inmóvil, contraído como quien va a saltar, elástico y primate, asiente con la pesada cabeza calva, surcada por una gran cicatriz, y sisea feroz.

Las barcas que vienen por el son tan ciegas e invisibles como Palinuro fue mudo. Los latigazos de la tormenta no alumbran la vasta carpeta del océano. Cobijada de negro, la última oportunidad de Moreira se aproxima sin motor, tenazmente impulsada por los remos de sus compañeros sobrevivientes.

El sabe que llegarán y Horacio le cree, sin motivo. Descalza en el borde del agua, Clancy afecta indiferencia, de espaldas al mar, atenta a las montañas y los relámpagos:

-¿Cuándo llega esa tormenta?

-Nunca -responde Horacio-, su esplendor es anunciarse todo lo lejos, sin llegar.

-Ay sí -dice Clancy. No le cree.

-Toda composición de lugar es una forma del olvido.

-¿Esquius mí?

-Al decir estoy aquí, donde las cosas son así y el paisaje asá, me acompañan tal y cual, el rango de mis sentimientos va de aquí hasta acá, etcétera, se nos olvida el resto, que siempre es más.

-El presente es sólo una parte de la vida.

-Pero es la única que tenemos. Las distintas vidas de nuestro yo suceden en los muchos lugares que hacen diferentes y otras las vidas de una sola vida.

-Hablas igual que Ricardo. Ustedes dos se entenderían.

La oscuridad se llena de sordos tambores acercándose por el lado del mar, y mientras la tormenta eléctrica se desgarra lejos, un viento arrastra las nubes y desnuda las estrellas. Ah caray, la Vía Láctea aparece en otra posición, como si el eje de la Tierra se hubiera desplazado y no habitáramos un planeta como debe de ser, sino una ruleta.

El barco guardacostas desaparece. Poco después, la superficie del mar muestra vestigios de siluetas y temblorosos fuegos intermitentes. Horacio casi se va de espaldas cuando decenas de tortugas emergen, melancólicas y pesadas y rodean a Clancy, que qué hace: baila con ellas.

De la cabaña de la estación sale el gordo, que había entrado al baño, dándole a una tumbadora que alguien alguna vez dejó y Horacio nunca guardó, tiró o tocó.

Moreira tiene la vista fija en el agua.

-Ya vienen -dice.

Horacio mira con celos a la bonita, que parece hechizar a las tortugas. El nunca las había visto comportarse así con nadie. Pero si bailan...

``Mis tortugas'', piensa, desconsolado, como si se las estuvieran quitando. Le sale un sentimiento de propiedad que no se conocía. Las tortugas son del mar, de sí mismas, de esa cosa vasta e innumerable que llamamos Naturaleza.

Y más desconsolado todavía, piensa: ``Las tortugas son de nadie''.

El rebaño de las olas viene a detenerse hasta los pies de Moreira, que se yergue, felino y lento. Antes, el agua había cubierto a Clancy arriba de la cintura. Y al fla-shazo voyeurista de Horacio, el gordo dice:

-Así parece una sirena.

Las lanchas están próximas, se distinguen hombres y antorchas. Suena un cuerno, ¿o será concha?, un quejido de carnero.

-Se lo lleva -alerta el gordo, pero nadie hace nada para evitarlo, y la resaca arrastra el sombrero y se lo traga.