El 2 de octubre no se olvida, la matanza de Tlatelolco ha atravesado tres décadas con su carga de rabia, culpa y asombro. Los mexicanos intentamos reconstruir una y otra vez los hechos. Decenas de libros, películas, programas de tv alimentan nuestra curiosidad un tanto enfermiza. Buscamos responsables entre los vivos y escarbamos las tumbas de los muertos a sabiendas de que nunca sabremos exactamente quién ordenó el crimen y cómo sucedieron las cosas. Casi se ha olvidado el carácter libertario y alegre, levemente anarquista del movimiento. Nos inclinamos a recordar el martirio atrapados en el horror mudo. Por el ``sacrificio de los inocentes''.
Poco se ha escrito de la responsabilidad colectiva, no nos haría mal un poco de autocrítica. Elena Poniatowska dice hoy: ``Guardamos un silencio ominoso que me avergüenza a mí hasta la fecha''. Octavio Paz escribió al enterarse del desastre: ``La vergüenza es ir a vuelta contra uno mismo: si una nación entera se avergüenza es león que se agazapa para saltar...'' La nación está todavía avergonzada, pero no saltó. Más bien se hundió en una complicidad inactiva.
Y no me refiero a las generaciones siguientes. Los coetáneos de la matanza se callaron en forma abrumadora. Apenas si el PAN y los grupos de izquierda y unos cuantos intelectuales valientes expresaron su repudio. Calló toda la clase política y los administradores públicos grandes y pequeños. La renuncia de Octavio Paz a la embajada en la India brilla solitaria en un páramo. Los empresarios callaron. Ninguna de sus organizaciones demandó, ni siquiera un esclarecimiento, no digamos el castigo a los culpables. La Iglesia mantuvo callada y confusa su conciencia cristiana durante 30 años. La clase media, cuyos hijos habían sido masacrados en Tlatelolco, también se quedó callada. Todos los poderes formales e informales se conformaron con la versión conspirativa y paranóica de Díaz Ordaz, que vigente hasta hoy, no resiste el menor análisis.
Lo más terrible es la impunidad en que el régimen ha transitado durante estos 30 años. Pero la impunidad en las esferas del poder ha sido la regla en la historia de México. Los mexicanos no hemos exigido cuentas ni para los crímenes de Estado ni para la rapiña gubernamental ni para los fraudes electorales. ¿Cuál ha sido nuestra respuesta frente a los desastres de la política económica de los últimos 15 años? El presidente De la Madrid pudo trastocar la vaga orientación reformista del régimen sin que el partido oficial presentará la menor resistencia. Carlos Salinas organizó el saqueo del país y puso los sillares de un inmenso imperio económico y político sin rendirle cuentas de la forma como administraba los bienes públicos.
Resulta que la impunidad no queda impune. Aunque parezca raro, sí hay una relación entre la moral, la política y la economía.
La desintegración ética del régimen y nuestra incapacidad de exigir cuentas han ido introduciendo daños severos no sólo en la estructura de poder, sino en todos los aspectos de la vida de México. A partir de 1968 el país ha dejado de tener realizaciones importantes. Una oscura decandencia ha caracterizado la vida de la útima generación. Unos tras otro, seis regímenes han terminado en crisis cada vez más difícil de superar. Hoy mismo la nación parece entrar en un nuevo proceso que quiebra cuyos costos pagarán las mayorías.
Vivir en un país decente que crezca con justicia y se gobierne con la ley tiene un alto precio. El pueblo mexicano tendrá que asumir la responsabilidad de tratar a sus gobernantes como lo que son: sus servidores. Deberá aprender a exigir cuentas, desde la policía hasta el presidente. Sólo así podrá terminar la impunidad con la que se mató a los jóvenes en Tlaltelolco. Mientras esto no suceda el país continuará en decadencia. Y recordemos que no hay límites para la decadencia.